La novela Los rebeldes (1930) del escritor húngaro
Sándor Márai, quien sufrió el fascismo y el comunismo en su país y se suicidó
en su último exilio, en San Diego, el año de la caída del Muro de Berlín –toda
una declaración política- es un vislumbre de las tragedias del siglo XX
europeo.
Cuatro adolescentes que están
a punto de ser llamados a filas y enviados a las postrimerías de la Primera
Guerra Mundial, veranean lejos de sus padres. Se empeñan en actuar como
adultos, sin serlo, y toman la adultez por sus adicciones y vicios: pernoctan,
beben, fuman, juegan, roban, flirtean.
Son rebeldes, pero vírgenes.
Los dos adultos que entran en contacto con ellos, en aquel pueblo húngaro,
donde milagrosamente apenas se siente la guerra, son los personajes típicos de
la retaguardia: tenderos, sastres, taberneros, tahúres, un actor y un
prestamista. Estos últimos, advertidos de la virginidad de los rebeldes, les
confrontan verbalmente su sexualidad.
Márai escribió esta novela en
1930, un año después de la aparición de Mario
y el mago de Thomas Mann. No sé si los estudiosos de ambos han establecido
alguna relación entre estos textos, pero las atmósferas y los personajes de una y otra ficción son
muy parecidos. Amadé y Havas, el actor y el maestro de juventudes, guardan más de un parecido con Cipolla.
En esos personajes sombríos
de la provincia húngara o italiana, de entreguerras, Mann y Márai encontraron
el arquetipo en ciernes del sujeto fascista o comunista. Rebeldes vírgenes, demonios
de tarima, ventrílocuos de micrófono, que produjeron el holocausto y el gulag como
se produce un verano de juergas lejos de los padres.
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