Reproduzco a continuación la conferencia inaugural del coloquio "Virgilio Piñera tal cual", pronunciada por Antón Arrufat en el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana, el pasado martes 19 de junio.
Palabras preliminares
Antón Arrufat
Durante la organización de este Coloquio, hace ya
varios meses, el escritor cubano Abilio
Estévez y yo nos enviamos algunos correos electrónicos, él desde Barcelona y yo desde La Habana. En uno de ellos lo
invité a unirse a nosotros, como buen piñeriano, y diversos compromisos
anteriores se lo impidieron. En uno de los suyos, escrito un domingo de febrero
del presente año, venia una impresionante noticia, o más bien el recuerdo
personal de un vaticinio, vaticinio que suelen hacer algunos escritores cuando
osan referirse en vida al futuro de sus obras, las resurrecciones anunciadas
por Henry James o los lectores apasionados de Stendhal que comprenderían sus escritos 95 años después de
su muerte, es decir, hacia 1935. Lo cierto es que ambas predicciones, por igual
asombrosas, dado el largo tiempo de espera, se cumplieron.
En su correo se refiere Abilio Estévez a
una noche, particularmente triste del “horrible 1978”, cuando la exclusión de
la obra de Virgilio Piñera de la cultura de su país era total y absoluta, noche del 31 de diciembre
en que un grupo de sus amigos se había reunido para despedir el año. En un
momento determinado la tristeza se generalizó, y Virgilio, tal vez para
combatirla, se paró en medio de la sala, dio unos pasos de baile y les anunció
a bombo y platillo, como era su costumbre, que su “centenario se celebraría por
todo lo alto”. Aquel vaticinio se tomó como una de sus múltiples bromas,
celebrar el Centenario de un escritor que era un ejemplo fehaciente “de un
muerto en vida”, no podía ser más que eso,
broma o sarcasmo piñeriano. ¿No era un imposible que tal celebración
ocurriera? Entonces les pareció una broma, al cabo de varios años ya no lo es.
Al leer cuanto Abilio Estévez me contara
acerca de lo ocurrido aquella noche, y que ahora resulta memorable, recordé los
tiempos de grisura y atonía, en que amistad con Virgilio Piñera se intensificó y
la comunicación se volvió íntima y cotidiana. Fuimos juntos a teatros,
exposiciones, recitales, y con nuestra presencia de excluidos arrogantes,
pusimos en fuga a numerosos conocidos que dejaron de saludarnos y vacilantes se
escabullían. Recordé que aquellos tiempos siempre le parecieron provisionales.
“Ya volverán las aguas a su lugar”, afirmaba fumando, entre bocanadas de humo
contra el aire.
Tal vez la más exacta palabra, la más
justa, sea la palabra fe. Tal vez cuanto Piñera sentía por la literatura pudiera
definirse con ese término, tan caro a los creyentes. La fe sería una posible
explicación de su espera, del regreso natural de las aguas. Como aseguraba Miguel
de Unamuno, la fe crea su objeto. En buena lógica, tener fe en Dios es crearlo
de antemano, es llenar el vacío de su existencia con la fe, aunque no fuera un
creyente o dejara de serlo desde muy joven. A los 29 años, en su poema “Las
furias” había escrito: “…he asistido a los santuarios / con rodillas de perro
ajusticiado”, o la rotunda negación de la existencia de los dioses que campea
irreverente en Electra Garrigó. Ante
el universo, ante el misterio de su propio cuerpo, el hombre deberá aprender a
valerse por sí mismo. Personalmente desconfiaba de los dogmas religiosos, de la
salvación y hasta de la existencia del alma. Pocos textos insolentes y
sarcásticos existen en nuestra lengua si se comparan con La carne de René.
Podría admitirse sin embargo que su
necesidad de creer en algo permanente, autónomo, por encima de las
contingencias sociales que al final de su vida de escritor le fueron muy
adversas, lo indujo a realizar una violenta sustitución: la del Dios
trascendente por la literatura trascendente, pese a sus burlas y sarcasmos, a
su aparente desconfianza en esa singular diosa profana, díscola y caprichosa,
que era para él, a la vez, la literatura. En su fe, el artista se instala como
el creador supremo de un descubrimiento decisivo para el hombre. Aunque
mutilado, perseguido, marginado, excluido y detestado resulta en realidad
eficaz: es el descifrador de la irrealidad, según Piñera mismo decía, que se
desprende de la realidad. A partir de esta recuperación, la más suprema de sus
escapatorias, el rincón iluminado donde se siente a salvo y desde el que ha de concebir
la más audaz de sus vindicaciones, a partir de ella se condujo como un creyente
furioso, realizó las prácticas sociales y sentimentales que realizan los
creyentes religiosos con el objeto de su fe. Incluso las dudas e inesperadas
negaciones de “la sacrosanta literatura”, el silencio, las preguntas sin
respuesta posible acerca del valor duradero de su escritura, fueron semejantes a los variados ritos
paradójicos de un creyente. Eso que se ha llamado el silencio de Dios resulta
tan elocuente como la falta de garantías que ofrece la literatura sobre la
futuridad de cualquiera obra. En este caso, la de Virgilio Piñera.
Es indudable: a medida que creció su
exclusión y sus obras dejaron de imprimirse, y las que habían sido publicadas
fueron retiradas de los estantes de las librerías, sus piezas teatrales
desaparecieron de los escenarios, su nombre fue borrado de los periódicos, de
la televisión y de la radio, de las antologías
y de las historias de la literatura cubana, incluso del catálogo de las
bibliotecas públicas, la fuerza secreta de su fe en el aspecto intocable de la
literatura, progresivamente fue en aumento, hasta alcanzar, por obra de su
imaginación ilusoria, la máxima saturación. Poco le importó, protegido por su
callada y solitaria vindicación, que su persona de escritor fuera puesta en el
espacio en blanco de la marginación, y su parte de ciudadano quedara integrada,
en un modesto puesto de traductor en la Editorial Nacional, a la vida laboral
de su país.
Su vida sufrió una escisión estrafalaria y
a la vez dramática. Como en la novela de Italo Calvino, quedó dividido en dos
mitades, cuyas partes manifestaban para algunos fundamentalistas el conflicto
entre el Bien y el Mal. En esos tiempos
de su marginación como escritor le escuché decir múltiples veces, esta expresión
dolorosa y a la vez cierta: “No me han dejado ni un huequito para respirar.”
Expresión casi de niño acosado que busca un alivio pequeño, y tan profundamente
real. Braceaba, salía a flote y se reponía al poco rato. Hasta la hora de su
muerte estuvo convencido de que la exclusión que padecía y le había sido impuesta, tendría
fin. Gesticulaba como el náufrago buscando la tierra y terminaba esta travesía
angustiosa hablando de la literatura, de la elevada idea que se hacía de ella,
para consentir en someterla a nada.
Si existen obras y autores con un destino
patético, Piñera podría figurar en esa legión extraña. Murió antes de que su
rehabilitación se iniciara. Murió en la mayor oscuridad: pese a que sus
escritos no se publicaban ni su teatro se estrenaba, su fe se volvió
apremiante, le exigía que pusiera en práctica su confianza en la díscola diosa
profana, su fe requería alimentarse con obras, y silencioso y en la sombra,
siguió escribiendo, entre dudas inesperadas y desánimos, pero con una fuerza
oculta que volvía renovada. Con una fe sin comprobación posible, dejó sobre la
butaca de la habitación en la que trabajaba, pasadas en limpio, listas para su
impresión, para cuando llegara el momento, su
momento, cientos de páginas inéditas.
Pasados siete años de su muerte, en 1984,
comenzarían a publicarse y a estrenarse. El bracear con la sombra había
comenzado a terminar. Su rehabilitación, lenta y gradual, ha contribuido en
Cuba a la comprensión y asimilación de
un arte literario contradictorio, pleno de objeciones y dificultades, de
repentes humorísticos y grotescos, sabiduría y cubanía esencial.
¿Habrá que lamentar su muerte a deshora?
Para quienes entienden el mundo como un cosmos, nada ocurre a deshora. Se muere
cuando se debe morir. Para otros, pendientes de sus emociones y sentimientos, no
es fácil aceptar un ordenamiento excesivamente lógico, la muerte debería
esperar que se cumpliera la obra de la vida. Si el corazón no le hubiera
estallado en el pecho, habría podido asistir a su gradual reaparición. Asistir
un tanto sonreído y un tanto incrédulo, nunca –felizmente- habría dejado de ser
el ironista que fue, y un tanto emocionado a la vez. Pero la muerte resulta
insobornable. Juega sus cartas de manera diferente a la nuestra, ignora
nuestros deseos y esperanzas, también disposiciones y dictámenes. La señora
muerte le impidió comprobar que era cierta su fe, que la obra literaria, una
vez terminada, ocupará inexorablemente su lugar.
Hemos llegado hasta aquí, en esta mañana,
tras un largo y tortuoso camino, mientras en el imaginario del cubano actual,
el mundo de Piñera se iba abriendo paso, venciendo las últimas resistencias, en
busca de ese lugar, las aguas al fin tranquilizadas. Las obras que publicó en
vida y las que dejó inéditas en el sofá de la sala, se han estrenado y editado,
con una gráfica cada vez más hermosa y con mejor papel. Están al alcance de
todos en varios volúmenes y se han representado en varios teatros y ciudades de
la Isla. Aquel augurio, obra de una prodigiosa fe y de una intuición
relampagueante, se ha cumplido, con los
que quisieron que se cumpliera, y contra aquellos que lucharon a brazo partido
por impedirlo. Este Coloquio no es, por tanto, un comienzo, es una culminación.
En nombre de la Comisión Organizadora
agradezco a todos lo que han hecho todo lo posible para que este Coloquio
pudiera celebrarse. Mucho es lo que hicieron, dadas las condiciones económicas
que padece la Nación cubana. Pero nuestra pobreza, el hecho de que nada nos
sobre y muchas cosas nos falten, tiene una ganancia espiritual para nosotros, piñerianos,
nos ha permitido, incluso obligado, a realizar un acto sin boato ni ridícula
solemnidad, como Virgilio Piñera hubiera querido y alentado, desdeñoso de todas
las solemnidades. Agradezco a los que han venido de diversos lugares para estar
junto a nosotros en este momento que es una suma de momentos creadores y
justicieros.
Ahora me vuelvo hacia él.
Virgilio, donde quiera que estés y te
llegue mi voz, quiero decirte que he cumplido hasta el final. Pocos días antes
de que la muerte decidiera separarnos, entre grave y sonreído me dijiste
pidiéndome: “cuida mi obra”.
Así lo he hecho, Virgilio, en los tiempos
adversos y en los propicios. Al cabo de ellos, como en el verso herediano,
cuando más hermoso y de paz nos luce el
día, dejo en manos de otros tu legado. De ellos dependerá preparar el porvenir
piñeriano, el próximo bicentenario.
Quiero cerrar estas palabras preliminares
volviendo al principio, con una nueva confirmación de su fe, leyéndoles un poema, el último que escribiera
en el postrero 1979, donde el vaticinio
de aquella noche de fin de año, de aquel 31 de diciembre, encuentra una
decisiva confirmación personal. El poema se llama simplemente “Isla”. En él se
transformará el cuerpo del poeta en la tierra que pisa, se hará por tanto isla,
y será isla. Oigamos la última predicción de Virgilio Piñera:
Se me ha
anunciado que mañana,
a las siete y
seis minutos de la tarde
me convertiré
en una isla.
Mis piernas
se irán haciendo tierra y mar,
y poco a
poco,
igual que
en un andante chopiniano,
empezarán a
salirme árboles en los brazos,
rosas en
los ojos, y arena en el pecho.
En la boca
las palabras morirán
para que el
viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las
islas,
miraré
fijamente al horizonte,
veré salir
el sol, la luna,
y lejos ya
de la inquietud,
diré muy
bajito:
¿así que
era verdad?
Muchas gracias por escucharme.
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