La democracia en Estados Unidos, como en cualquier país avanzado del planeta, está sometida a la constante exposición y crítica de sus límites. En el último número de The New York Review of Books pueden leerse dos interpelaciones de las libertades públicas en este país que, sólo en apariencia, están desligadas. John Paul Stevens reseña con ambivalencia el libro de Jeremy Waldron, The Harm in Hate Speech (2012), y concluye que hay dilemas, como la regulación del lenguaje ofensivo en el debate público, que, aún cuando no encuentren solución satisfactoria en el poder judicial, deben permanecer bajo el escrutinio permanente de la polémica. David Cole, por su parte, es claramente adverso a la defensa de la "presidencia imperial" -término usado, para contextos diferentes, por Arthur Schlesinger Jr. y Enrique Krauze- que cree leer en el reciente volumen The Executive Unbound. After the Madisonian Republic (2012) de Eric A. Posner y Adrian Vermeule. Cole no acepta, con razón, ningún tipo de legitimación del desequilibrio de poderes y de abandono del sistema de contrapesos y balances, heredado del republicanismo madisoniano, justificado por razones de seguridad nacional.
Aunque no lo parezca, como decíamos, ambos asuntos están relacionados. Los límites judiciales al lenguaje del odio en la opinión pública y la construcción de situaciones de amenaza a la seguridad nacional, desde la cual se justifica la concentración de poderes en la presidencia de Estados Unidos, son procesos imbricados, como ha podido comprobarse desde los primeros años de la pasada década. Estos libros y estas reseñas son, además, una buena muestra de la mejor manera en que los intelectuales de un país pueden involucrarse en los debates de sus problemas nacionales. Ante el ascendente discurso de descreimiento en torno al rol de los intelectuales en el siglo XXI, que se expande en otras latitudes, Waldron y Stevens, Cole y Posner, dan una lección atendible sobre el rol de las ideas en las democracias contemporáneas. Ideas, de más está de decir, no concebidas para legitimar acríticamente un orden establecido sino para perfeccionarlo o, en el mejor de los casos, transformarlo.
Buenas tardes Rafael:
ResponderEliminarMi comentario no tiene que ver directamente con la entrada, pero me he molestado tanto, que no puedo evitarlo.
Comencé a leer su último libro LA MAQUINA DEL OLVIDO, buscando unas referencias para un tema sobre La República y llegué al historiador radicado en Cuba ROLANDO RODRÍGUEZ y veo esta entrevista en internet, donde el compañero grotescamente denigra a MORENO FRAGINALS.
Creo que después de leer sus palabras, al menos yo pongo en duda mucho de lo que escribe este "reputado" historiador.¿Por qué esa manía de atacar al otro por el simple hecho de no pensar igual?
saludos
GAP
He aquí el texto citado:
En Cuba el oficio de historiador ha contado con una abundante lista de autores cuyo aporte ha resultado de muchas maneras clave para la comprensión de la identidad nacional. ¿Cómo se coloca usted ante esa obra? Le doy, si quiere, sólo dos pies forzados, entre muchos: Ramiro Guerra y Manuel Moreno Fraginals.
Esa lista es muy corta. A pesar de su pasado machadista, me quito el sombrero ante Ramiro Guerra, pero por qué no quitármelo ante Fernando Portuondo, sin la hondura del primero. Su esposa, la doctora Pichardo -ambos fueron mis compañeros de claustro en la Escuela de Historia de la Universidad de La Habana- me confesó que yo pude hacer lo que ellos soñaron y no pudieron: entrar en los archivos españoles y en los estadounidenses. Un historiador sin archivos es un repetidor o refritador de otros. A pesar de todo, Portuondo se batió con los cubanos y les sacó el jugo. Ahora otro historiador que me sorbe el coco, a pesar de que su obra histórica es pequeña pero llena de su incoercible talento, es Carlos Rafael Rodríguez. Todo lo que tocó se volvió interpretación nueva y diferente. Ajena a dogmatismos. El malogrado Carlos Funtanellas me confesó que el otro personaje que mencionaste fue un bribón que le quitó la beca del Colegio de México y después le agarró una beca a Franco y desde el Madrid de los recién fusilados les envió, él que se suponía marxista, una postal de navidad a Julio Le Riverend y a Funtanellas, felicitándolos por el nacimiento del Señor. Por algo el bribón jamás se metió con Le Riverend o Funtanellas... le sabían demasiado. Si por fin comprobara que sus ayudantes no fueron los que le escribieron El ingenio, quizás lo respetaría un poco más; pero a un cambia casacas como ese no se le puede tener mucha admiración ni respeto. Eso no desdice que fuera yo quien le tirara treinta mil ejemplares de El ingenio, y no me arrepiento.
http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n66/articulo-5.html