Libros del crepúsculo

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martes, 27 de diciembre de 2011

Prólogo a una novela de Gerardo Fernández Fe



Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971) es un escritor cubano raro. No como los raros que acumulan las arqueologías literarias, tan dadas a iluminar perfiles polvorientos, desdibujados por el olvido de las historias tradicionales. Fernández Fe es un raro vivo, un raro instalado en la dimensión más cosmopolita y de vanguardia de las poéticas literarias contemporáneas que, como otros escritores de la misma estirpe, proyecta una sombra discreta, apenas delineada por la voluntad de estilo.
                Hasta ahora la obra Fernández Fe se había caracterizado por maniobras poéticas, ficcionales o ensayísticas en las que la representación parecía atada al archivo literario. En los poemas de Las palabras pedestres (1995), en la trama de su novela La falacia (1997) o en las analogías de los ensayos de Cuerpo a diario (2007), el mundo letrado parecía desplazar o codificar el mundo real y la escritura metamorfoseaba a los personajes, las situaciones y las ideas en glosas metatextuales.
                Aquellos ejercicios adelantaron el ritmo y la cadencia, el horizonte y la latitud de la prosa de Fernández Fe. Una prosa que muestra todos sus atributos en esta, su segunda novela, El último día del estornino. Vemos visualizarse, aquí, un relato que viene de vuelta de la metaficción, que toca la ribera de lo real y de lo histórico, luego de una temporada en el archivo. Hay aquí un regreso a lo real y a lo histórico que, como todo regreso, arrastra consigo algunas evidencias de otro mundo.
                El lector entra en contacto con Luis Mota, el protagonista de esta novela, por medio de una mezcla de referentes -Hollywood y el postestructuralismo francés, Vin Diesel, Deleuze y Guattari…- que lo ubican desde las primeras páginas en el cruce entre cultura letrada y cultura popular que caracteriza la era digital. El espacio desde el que Fernández Fe da ese salto a lo real es, en buena medida, “la biblioteca”, específicamente la “Biblioteca Pública Central”, “frente al Congreso”, que podría ubicarse en cualquier capital del planeta.
                La novela mantendrá esa gravitación hacia el cruce de lo letrado y lo popular de principio a fin, filtrando todo tipo de mensajes, desde los que provienen de la televisión –la serie Los Soprano, películas de Tarantino, un match de tenis entre Rafael Nadal y algún rival de Europa del Este, la guerra de Bosnia…- hasta los más propiamente letrados, como las fugitivas glosas de La montaña mágica de Thomas Mann. Ese juego referencial funciona, por tanto, como afirmación de que la realidad a la que se regresa es, como la realidad del siglo XXI, virtual.
                Como el propio Fernández Fe, su héroe Luis Mota es un ciudadano transnacional. Su lugar de residencia se mueve entre La Habana, Barcelona, París, Caracas, Quito y varias ciudades latinoamericanas. Mota y los personajes secundarios que lo rodean, Octavio Forlán, Boris Nerén, Mariana…, podrían ser cubanos con residencias flotantes en el espacio y en el tiempo: sus vidas se mueven entre los años 50 del siglo XX y la primera década del siglo XXI, como si atravesaran la experiencia histórica del último medio siglo cubano.
                La vuelta a la historia que propone esta novela es, sin embargo, lateral. Hay momentos en que algunos personajes históricos, como los escritores de la generación de Mariel (Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Esteban Luis Cárdenas, René Ariza, Roger Salas…) que se reunían en la cafetería de la Funeraria de Calzada y K, en El Vedado, aparecen en la ficción sin más atributos que cualquier otro personaje ficticio. Pero esos momentos son evanescentes, con suaves ataduras a la trama de la novela.
                El tránsito de la biblioteca a la calle, del tiempo de los libros y las películas al momento de la vida, del placer o del dolor, es, en El último día del estornino, un pasaje laberíntico, flanqueado por vitrinas, puertas y ventanas. Un pasaje, como los habaneros o los parisinos, como los benjaminianos en suma, donde el transeúnte –Gerardo Fernández Fe, Luis Mota, el lector…- atraviesa  simultáneamente diversas galerías. Una experiencia poliédrica que pone al sujeto en contacto con varios tiempos y espacios a la vez.
             Tan distintiva de la poética literaria de Fernández Fe es la intersección entre cultura letrada y cultura popular como el escalonamiento de distintos planos simbólicos en la representación de la realidad y de la historia. Esta novela, que anuncia un regreso a lo real y a lo histórico, es a la vez una excursión por las mixturas culturales del siglo XXI, un curioseo por la Era Digital de una criatura de la Era Gutenberg. El lector de El último día del estornino distingue, entre las páginas de una novela, las resonancias del mundo visual y electrónico que rodean al autor y a los personajes.
               No se puede leer esta novela como se lee El sobrino de Wittgenstein, El malogrado o cualquier otra novela de Thomas Bernhard, tan admirado por Fernández Fe. El lector de esta novela está obligado a leer reservando parte de su subjetividad a esos ecos del mundo digital que se infiltran en la ficción. Fernández Fe no sólo ha escrito, por tanto, una novela que es nueva en su convocación de sentidos sino que ha inventado un nuevo lector, un semejante de la ficción en el público, que sabe leer de otra manera.
         El nuevo lector, habitante del planeta donde se avecindan Deleuze y Tarantino, Mann y Tony Soprano, es, junto a la novela misma, otra hechura de Fernández Fe. Hay en El último día del estornino una invención múltiple de escritura, texto, autoría y lector, llamada a desestabilizar las tradiciones poéticas de la literatura cubana del último medio siglo. No está solo, por cierto, Fernández Fe en esa empresa –otros escritores de la isla y la diáspora como Ena Lucía Portela, José Manuel Prieto o Antonio José Ponte se mueven en la misma zona- pero ya es, acaso, uno de los que mejor personifican el arribo del siglo XXI a la literatura cubana. 

Rafael Rojas
La Condesa, México D.F.
Verano de 2011.

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