Gerardo Fernández Fe (La Habana,
1971) es un escritor cubano raro. No como los raros que acumulan las
arqueologías literarias, tan dadas a iluminar perfiles polvorientos,
desdibujados por el olvido de las historias tradicionales. Fernández Fe es un
raro vivo, un raro instalado en la dimensión más cosmopolita y de vanguardia de
las poéticas literarias contemporáneas que, como otros escritores de la misma
estirpe, proyecta una sombra discreta, apenas delineada por la voluntad de
estilo.
Hasta
ahora la obra Fernández Fe se había caracterizado por maniobras poéticas,
ficcionales o ensayísticas en las que la representación parecía atada al
archivo literario. En los poemas de Las
palabras pedestres (1995), en la trama de su novela La falacia (1997) o en las analogías de los ensayos de Cuerpo a diario (2007), el mundo letrado
parecía desplazar o codificar el mundo real y la escritura metamorfoseaba a los
personajes, las situaciones y las ideas en glosas metatextuales.
Aquellos
ejercicios adelantaron el ritmo y la cadencia, el horizonte y la latitud de la
prosa de Fernández Fe. Una prosa que muestra todos sus atributos en esta, su
segunda novela, El último día del
estornino. Vemos visualizarse, aquí, un relato que viene de vuelta de la
metaficción, que toca la ribera de lo real y de lo histórico, luego de una
temporada en el archivo. Hay aquí un regreso a lo real y a lo histórico que,
como todo regreso, arrastra consigo algunas evidencias de otro mundo.
El
lector entra en contacto con Luis Mota, el protagonista de esta novela, por
medio de una mezcla de referentes -Hollywood y el postestructuralismo francés,
Vin Diesel, Deleuze y Guattari…- que lo ubican desde las primeras páginas en el
cruce entre cultura letrada y cultura popular que caracteriza la era digital.
El espacio desde el que Fernández Fe da ese salto a lo real es, en buena
medida, “la biblioteca”, específicamente la “Biblioteca Pública Central”,
“frente al Congreso”, que podría ubicarse en cualquier capital del planeta.
La
novela mantendrá esa gravitación hacia el cruce de lo letrado y lo popular de
principio a fin, filtrando todo tipo de mensajes, desde los que provienen de la
televisión –la serie Los Soprano,
películas de Tarantino, un match de tenis entre Rafael Nadal y algún rival de
Europa del Este, la guerra de Bosnia…- hasta los más propiamente letrados, como
las fugitivas glosas de La montaña mágica
de Thomas Mann. Ese juego referencial funciona, por tanto, como afirmación
de que la realidad a la que se regresa es, como la realidad del siglo XXI,
virtual.
Como
el propio Fernández Fe, su héroe Luis Mota es un ciudadano transnacional. Su lugar
de residencia se mueve entre La Habana, Barcelona, París, Caracas, Quito y
varias ciudades latinoamericanas. Mota y los personajes secundarios que lo
rodean, Octavio Forlán, Boris Nerén, Mariana…, podrían ser cubanos con residencias
flotantes en el espacio y en el tiempo: sus vidas se mueven entre los años 50
del siglo XX y la primera década del siglo XXI, como si atravesaran la
experiencia histórica del último medio siglo cubano.
La
vuelta a la historia que propone esta novela es, sin embargo, lateral. Hay
momentos en que algunos personajes históricos, como los escritores de la
generación de Mariel (Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Esteban Luis Cárdenas,
René Ariza, Roger Salas…) que se reunían en la cafetería de la Funeraria de
Calzada y K, en El Vedado, aparecen en la ficción sin más atributos que
cualquier otro personaje ficticio. Pero esos momentos son evanescentes, con suaves
ataduras a la trama de la novela.
El
tránsito de la biblioteca a la calle, del tiempo de los libros y las películas
al momento de la vida, del placer o del dolor, es, en El último día del estornino, un pasaje laberíntico, flanqueado por
vitrinas, puertas y ventanas. Un pasaje, como los habaneros o los parisinos,
como los benjaminianos en suma, donde el transeúnte –Gerardo Fernández Fe, Luis
Mota, el lector…- atraviesa
simultáneamente diversas galerías. Una experiencia poliédrica que pone
al sujeto en contacto con varios tiempos y espacios a la vez.
Tan
distintiva de la poética literaria de Fernández Fe es la intersección entre
cultura letrada y cultura popular como el escalonamiento de distintos planos
simbólicos en la representación de la realidad y de la historia. Esta novela,
que anuncia un regreso a lo real y a lo histórico, es a la vez una excursión
por las mixturas culturales del siglo XXI, un curioseo por la Era Digital de
una criatura de la Era Gutenberg. El lector de El último día del estornino distingue, entre las páginas de una
novela, las resonancias del mundo visual y electrónico que rodean al autor y a
los personajes.
No
se puede leer esta novela como se lee El
sobrino de Wittgenstein, El malogrado
o cualquier otra novela de Thomas Bernhard, tan admirado por Fernández Fe. El
lector de esta novela está obligado a leer reservando parte de su subjetividad
a esos ecos del mundo digital que se infiltran en la ficción. Fernández Fe no
sólo ha escrito, por tanto, una novela que
es nueva en su convocación de sentidos sino que ha inventado un nuevo lector,
un semejante de la ficción en el público, que sabe leer de otra manera.
El nuevo lector, habitante del planeta donde
se avecindan Deleuze y Tarantino, Mann y Tony Soprano, es, junto a la novela
misma, otra hechura de Fernández Fe. Hay en El
último día del estornino una invención múltiple de escritura, texto,
autoría y lector, llamada a desestabilizar las tradiciones poéticas de la
literatura cubana del último medio siglo. No está solo, por cierto, Fernández
Fe en esa empresa –otros escritores de la isla y la diáspora como Ena Lucía
Portela, José Manuel Prieto o Antonio José Ponte se mueven en la misma zona-
pero ya es, acaso, uno de los que mejor personifican el arribo del siglo XXI a
la literatura cubana.
Rafael Rojas
La Condesa, México D.F.
Verano de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario