La Jornada Semanal, suplemento cultural del periódico mexicano La Jornada, ha dedicado su portada de este domingo al gran pensador político francés, Claude Lefort, fallecido el año pasado en París. Como bien dice Sergio Ortiz Leroux en su merecido homenaje, la obra de Lefort, así como la de Cornelius Castoriadis, identifica a toda una zona del marxismo libertario del 68 francés –ambos fueron los editores de la célebre revista Socialisme ou Barbarie- que desembocó, tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS y el campo socialista, en la importante corriente neomarxista de las dos últimas décadas.
Además de una suerte de mestizaje doctrinal, que le permitió leer con provecho a viejos antiabsolutistas o republicanos como Étienne de la Boétie y Nicolás Maquiavelo o a liberales decimonónicos como Constant y Tocqueville, Lefort compartió con la mayoría de los postestructuralistas de su generación un interés por los procesos simbólicos de la política que le facilitó la ruptura con viejas concepciones “superestructurales” del marxismo dogmático y con sus instrumentaciones políticas en el socialismo real.
Curiosamente, fue esa inversión del enfoque, esa colocación de los símbolos en el centro, y no en la periferia de los fenómenos políticos, la que lo llevó a la inquietante conclusión, magistralmente expuesta en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político (Barcelona, Anthropos, 2004), de que el totalitarismo, ese fenómeno distintivo del siglo XX, no es un asunto del pasado o una tara que gravita sutilmente sobre el presente de la humanidad. El totalitarismo, pensaba Lefort, es todavía una posibilidad, una realidad, de hecho, en algunos países del mundo –Lefort era muy crítico, por ejemplo, con el comunismo chino- y un elemento constitutivo de algunos aspectos del funcionamiento democrático.
Cualquier proyecto de acoplamiento de la sociedad civil con la sociedad política –sea el estalinismo, el nazismo o la tendencia homogeneizadora de los medios de comunicación en las democracias actuales- supone una incorporación de elementos totalitarios. El deslinde entre sociedad civil y sociedad política, entre ciudadanía y Estado, es, por tanto, para Lefort, garantía de preservación de la democracia. Pero ese deslinde, agrega, debe mantenerse sin propiciar la despolitización de la sociedad, que es uno de sus frecuentes efectos perversos. El deslinde entre ciudadanía y Estado es, además, la única forma de evitar que “lo instituido” subordine a “lo instituyente” en la vida política de cualquier país.
Ortiz Leroux encuentra la clave del pensamiento político de Lefort en el desplazamiento del referente marxista al maquiavélico, que expone su última obra, Maquiavelo. Lecturas de lo político (Madrid, Trotta, 2010), y que reseña Jesús Silva Herzog Márquez en el Nexos de enero:
“Lefort encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo una veta muy fértil para repensar el sentido instituyente de lo político moderno. En la filosofía política del escritor y político florentino, identifica un amor a la libertad y un rechazo a la dominación, que no aparecen en la ciencia política del marxismo, que reduce toda idea de libertad a un hecho positivo, empírico o a una ideología que encubre la práctica de la clase dominante. A diferencia de Karl Marx, Maquiavelo reconoce la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, como algo insuperable. Frente a la dialéctica de la necesidad, el escritor florentino antepondrá la contingencia de los deseos humanos de la sociedad política. A partir de esa contingencia, Maquiavelo desarrolla una nueva teoría de lo político que tiene como punto de partida una elaboración singular de la división entre sociedad civil y Estado, esto es, del modo como se constituye una sociedad política”.
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