Las conversaciones con el padre Carey y la lectura de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis en la cárcel, antes de su ejecución, colocan desde un inicio la sexualidad de Casement dentro de la moralización católica de la culpa y el pecado. El propio Casement llega a sostener en algún momento que su conversión no es tal, ya que su madre era católica y lo había bautizado secretamente de niño.
La novela no desarrolla una explícita autoinculpación de Casement en torno a su homosexualidad, pero el personaje, por lo visto, sí practica su sexo a la manera victoriana. Aunque Vargas Llosa no llega a confirmar que Casement haya sido, en realidad, el autor de los Black Diaries, los encuentros sexuales del diplomático siempre tienen lugar en escenarios ocultos y en rachas de frenesí, a las que sigue un periodo de abstinencia y arrepentimiento.
La homosexualidad no se despliega en el Congo belga, en la Amazonía peruana o en la Irlanda nacionalista, escenarios de la filantropía y el civismo de Casement, sino en Manaos, en Barbados o en Canarias, lugares exóticos y sensuales, que Vargas Llosa presenta como mundos paralelos o remansos en la cruzada política del diplomático.
Una homosexualidad, además, siempre ligada a la escritura. Cada aventura, cada conquista, debía ser anotada, escrupulosamente descrita y ocasionalmente inventada. No como testimonio de conquistador sino como bitácora de fantasías, como archivo de lo prohibido. Cuando al borde del cadalso lee en Kempis que ningún cristiano está libre de la tentación de la concupiscencia, Casement admite el peso de la fantasía en sus pecados, pero desde el remordimiento católico:
“Él había sido débil y sucumbido a la concupiscencia muchas veces. No tantas como había escrito en sus agendas y cuadernos de notas, aunque, sin duda, escribir lo que no se había vivido, lo que sólo se había querido vivir, era también una manera –cobarde y tímida- de vivirlo y por lo tanto de rendirse a la tentación”.
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