En estos días será difícil resistir la tentación de volver sobre el eterno paralelo entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, los dos Nobeles vivos de la literatura latinoamericana. Nacidos como autores en pleno boom, uno y otro han tenido evoluciones literarias y políticas distintas, como si se repartieran las dos mitades del mundo. Mientras existió la Guerra Fría, esa partición pudo ser pensada en términos ideológicos, pero en las dos últimas décadas debe ser repensada en términos intelectuales.
Desde el inicio de sus carreras, Vargas Llosa y García Márquez tuvieron estilos, poéticas e ideologías diferentes. La aproximación de Vargas Llosa al socialismo, en los años 50 y 60, fue más racional y ponderada que la de García Márquez, y, tal vez por eso, su ruptura con todos los totalitarismos de izquierda en los 70 fue tajante, sin inercias, pero tampoco asociable a una “conversión” o al reemplazo de una ortodoxia por otra, como aseguran sus detractores obsesivos.
Hacia 1982, García Márquez y Vargas Llosa parecían haber producido lo fundamental de sus obras. Cuando le otorgan el Nobel a García Márquez, ese año, ya habían sido publicadas las novelas fundamentales del escritor colombiano: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Cien años de soledad, Los funerales de Mamá Grande, El otoño del patriarca y hasta Crónica de una muerte anunciada, que se publicó en 1981.
El Nobel de García Márquez fue otorgado al cuerpo de una obra que, en 1982, ya marcaba la historia de la literatura latinoamericana con una seña inconfundible de identidad. Frente a la prosa viva, profusa, exuberante, épica y metafórica a la vez, de García Márquez, el realismo de Vargas Llosa sonaba frío y convencional, aunque su extraordinaria capacidad para reconstruir atmósferas opresivas y autoritarias o descifrar códigos de la cultura popular andina colocaba, de lleno, sus primeras ficciones en el universo del boom latinoamericano.
También en 1982 la obra de Vargas Llosa parecía haber dado todo de sí. Ya se habían publicado La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965), Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) y La guerra del fin del mundo (1981). A principios de aquella década, Vargas Llosa había demostrado que además de un novelista profesional era un pensador de la literatura y un intelectual público de primer nivel en América Latina. Sus ensayos, Historia de un deicidio (1971), precisamente sobre la narrativa de García Márquez, y La orgía perpetua (1975), sobre Gustave Flaubert, confirmaban un perfil letrado del que carecía el autor de Cien años de soledad.
Los 80 fueron la década de entrada en política de Vargas Llosa y, también, los años en que la calidad de su literatura se resintió más. Historia de Mayta o Lituma en los Andes fueron novelas que ilustraban ese momento en que un novelista comienza a remedarse a sí mismo, a parodiarse involuntariamente, sin conciencia de la parodia y, por tanto, sin aquellos detectores de la repetición y el tedio que aseguraban el rigor de sus primeras obras. Ni el Perú policíaco de ¿Quien mató a Palomino Molero? o la erótica de Elogio de la madrastra se acercaron a las estampas caleidoscópicas de ciudades andinas o brasileiras, a esa mezcla de intensa sexualidad y modernidad incompleta que trasmitían sus novelas de los 60 y 70.
La frustración que siguió a su derrota en las elecciones presidenciales del Perú, en 1990, tal vez fue el punto de partida de la reinvención de Mario Vargas Llosa como escritor. Una reinvención que comenzó, acaso, con ese magnífico ensayo sobre José María Arguedas, La utopía arcaica (1996), en el que propuso una de las mejores genealogías que se han hecho de los nacionalismos y comunitarismos autoritarios en América Latina. Es en esos imaginarios, y no precisamente en el marxismo-leninismo acartonado de los viejos partidos prosoviéticos, donde habría que encontrar las raíces mentales de las fuertes izquierdas populistas latinoamericanas.
No sería desencaminado emprender una lectura paralela de La utopía arcaica y La fiesta del chivo (2000), la gran novela sobre Rafael Leónidas Trujillo, que renovó el género de la narrativa de dictadores cuando parecía declinar irremediablemente. Concluida la última década del siglo XX, Vargas Llosa parecía desplazarse sutilmente de aquella ortodoxia liberal de fines de los 80 o, por lo menos, de sus acentos más macarthystas. Sólo un intelecto crítico y, a la vez, abierto, era capaz de reconstruir las utopías indígenas de Arguedas o explorar el socialismo feminista de Flora Tristán en la Francia de mediados del siglo XIX, como se lee en El paraíso en la otra esquina (2003). No deja de ser sintomático –o representativo de los orígenes socialistas de Vargas Llosa- que la crítica de las utopías comunitarias latinoamericanas se convierta en glosa entusiasta cuando analiza las utopías libertarias europeas.
El estereotipo de Vargas Llosa como intelectual de la “derecha neoliberal” vuelve tambalearse con su última novela, El sueño del celta (2010). Lo poco que hemos leído de la misma es suficiente para afirmar que se trata de una historia y, a la vez, una denuncia del régimen colonial y genocida de Leopoldo de Bélgica en el Congo, de la mano de Roger Casement, el diplomático y viajero irlandés que elaboró el informe crítico sobre aquel imperio comercial y racista, que explotó el marfil y el caucho congolés, dejando un saldo de varios millones de muertos. El propio Vargas Llosa no ha vacilado en catalogar el Congo leopoldino como el primer holocausto moderno.
Sería forzar el argumento si afirmáramos que Vargas Llosa está volviendo a su formación en la izquierda anticolonial latinoamericana de los años 50 y 60. No hay dudas de que Vargas Llosa es un liberal, pero su liberalismo es, como en los mejores liberales, una herencia del pensamiento romántico del siglo XIX que, como se observa en su admirable ensayo La tentación de lo imposible (2004), sobre Víctor Hugo y Los miserables, es capaz de admitir la nobleza de las primeras utopías socialistas.
El premio Nobel concedido a Mario Vargas Llosa es de naturaleza muy distinta al que mereciera Gabriel García Márquez hace casi treinta años. No sólo se trata del reconocimiento a un escritor talentoso, capaz de escribir algunas obras maestras. Se trata también de un premio a un intelectual latinoamericano, a un hombre de ideas y valores democráticos que, a diferencia de tantos autodenominados “de izquierdas” o “socialistas”, no teme a la reivindicación del “compromiso” sartreano, en pleno siglo XXI, y a la defensa del realismo decimonónico como plataforma giratoria de la literatura moderna.
Cuando la mayoría de sus contemporáneos se dedica a administrar las glorias pasadas, Mario Vargas Llosa se encuentra en plena actividad literaria e intelectual. Dos de sus últimas novelas, El paraíso en la otra esquina y El sueño del celta, dibujan a un narrador cosmopolita, que ha trascendido los mitos y las herencias de las estéticas identitarias latinoamericanas. Con esas novelas y algunos ensayos recientes, Mario Vargas Llosa ha renacido como escritor del post-boom y ha plantado el banderín de su oficio y su imaginación en la literatura del siglo XXI.
"...los nacionalismos", es en este imaginario, "y no precisamente en el marxismo-leninismo acartonado de los viejos partidos prosoviéticos, donde habría que encontrar las raíces mentales de las fuertes izquierdas populistas latinoamericanas."
ResponderEliminarEso, señoras y señores, eso, eso.
Vargas Llosa es algo màs que un escritor.
Eso, señoras y señores, eso, eso.
Ahora falta pensar, pensar- no vagabundear- sobre estas dos lecturas. Pensar. Piensen señoras y señores de Iberoamerica. Digo de Iberoamerica y no de Latinoamerica, porque hablar de nacionalismos y seguir empleando ingenuamente esta ùltima expresion sin "deconstruirla" resulta por lo menos curioso.
O sea queda mucho por pensar todavia. La grandeza de Vargas Llosa es de haber pensado, y eso està muy mal visto en Iberoamerica, cuando no perseguido.
Un saludo
Saludos Rafael.No sólo estoy de acuerdo con tu análisis, especialmente tus conclusiones, sino que agradezco la interesante información que nos ofreces en este post de Libros del Crepúsculo.
ResponderEliminarEs interesante. Como si quisiera confirmar tus observaciones respecto al intelectual "engagé", y justo antes del anuncio del otorgamiento del Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, dedicó su columna Piedra de Toque, publicada regularmente en El País, a la derrrota del chavismo en las elecciones palamentarias del 26 de septiembre. En su artículo, además, rompe lanzas contra quienes reprochan "a la oposición venezolana carecer de líderes, no tener al frente a figuras carismáticas que arrebaten a las masas”.
A partir de este señalamiento Vargas Llosa concentra su ataque en la figura del caudillo, mal endémico de las sociedades latinoamericanas, precisamente a base de los principios liberales sobre necesidad de una cultura política de la libertad, en lugar de la irracionalidad del caudillismo.
Basta considerar sus planteamientos en el artículo de marras para comprobar la certeza de tu señalamiento en el sentido de que el liberalismo de Vargas Llosa “es, como en los mejores liberales, una herencia del pensamiento romántico del siglo XIX”. (Para unos comentarios sobre su artículo en El País, y el enlace a éste propiamente, incluyo respetuosamente un enlace a mi blog, Quantum de la cuneta, http://quantumdelacuneta.blogspot.com/2010/10/comentario-y-enlace-mario-vargas-llosa.html )
Y es que, efectivamente, en Vargas Llosa —a quien en su juventud le llamaban “el sartrecito”, por su admiración y estudio de la obra y los ensayos de Jean Paul Sartre— se produce el sincretismo del escritor y el intelectual “engagé” que reclamara Satre, mediante su obra literaria de carácter predominantemente realista, como bien señalas en tu análisis, y su compromiso político, manifestado a través de sus ensayos, y comparecencias públicas.
Un hecho interesante, si se toma en cuenta que con el tiempo Vargas Llosa se distanció de Sartre por las posiciones de este último sobre la literatura y su respaldo a los regímenes socialistas en la Unión Soviética y Cuba. (Aunque podría señalarse que, en cuanto a este aspecto, Sartre rectificó al unirse al respaldo del poeta cubano, Heberto Padilla, y condenar las prácticas represivas que “impuso el estalinismo en los países socialistas”, según rezaba la carta suscrita por él, y diversos intelectuales, el 20 de mayo de 1971.)
A estas alturas de entrado el siglo 21, efectivamente, Mario Vargas Llosa mantiene la vigencia y pertinencia como escritor e intelectual, que no tienen, ni podrán tener, en la arena política, sus eternos detractores, particularmente aquellos de la reciclada izquierda populista latinoamericana.