En Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela, 2010), Herta Müller cuenta la historia de las decenas de miles de rumanos que, por órdenes de Stalin, fueron trasladados como esclavos y encerrados en campos de trabajo para la reconstrucción de la Unión Soviética, luego de la Segunda Guerra Mundial. Müller, nacida en 1953, no sufrió aquella deportación pero su madre sí.
A partir de recuerdos de su madre y de conversaciones con otro sobreviviente, el poeta Oskar Pastior (1927-2006), Müller pudo reconstruir el diario virtual de un esclavo rumano en los campos de concentración estalinistas. Sólo que ese rumano esclavo era poeta y su memoria debía conciliar la precariedad de la vida en el campo y el lirismo incontenible de la escritura.No deja de haber momentos líricos en este libro, alejados del testimonio del dolor, pero la mayor parte del mismo refleja la colonización de la poesía por el horror. Los temas de este poeta esclavo que recuerda son el frío, el hambre, los piojos, las chinches, el pan, el carbón, las papas, la suciedad y el tedio. Müller se las arregla, sin embargo, para que la poesía, como el propio poeta, sobreviva en aquella memoria infernal.
Habla, por ejemplo, del “envenenamiento por luz diurna”, de “mujeres de cal”, del “ángel del hambre”, de “besos de hojalata”, de “variantes del tedio” y de la “ligereza del heno”. En cautiverio el cuerpo se vuelve más importante, como si fuera el último espectáculo accesible, por lo que el cautivo logra discernir funciones corporales que el libre no advierte. Por ejemplo, discernir entre la suerte de la boca y la suerte de la cabeza.
“La suerte de la boca desea estar sola, es muda y echa raíces por dentro. Pero la suerte de la cabeza es sociable y anhela a otras personas. Es una suerte errabunda, también rezagada. Dura más de lo que tú eres capaz de resistir. La suerte de la cabeza puede tener los ojos húmedos, el cuello torcido o los dedos temblorosos. Pero todas ellas alborotan dentro de la frente como una rana en una lata”.
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