Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 22 de abril de 2010

Fernández Fe, Barthes y la novela III

UN ESCRITOR DE NOVELAS LLAMADO ROLAND BARTHES
Gerardo Fernández Fe


III

Con Proust, Barthes emprende un nuevo recorrido. Un hombre, una ciudad, emisión televisiva de France Culture realizada en 1978, mostraba a Roland Barthes en compañía de Jean Montalbetti recorriendo los lugares proustianos de París e Illiers, como mismo al final del siglo que recién termina yo supiera de la posibilidad de un recorrido semejante por lugares barthesianos. La referencia a Proust estará siempre ligada a la idea de un libro, del Libro, al gusto exorbitado por ciertos placeres vitales, y a la voluntad de escribir y de escribirlos: generadora de deseo. Desde Proust y los nombres, al desglosar la impotencia del narrador-personaje para transformar la sensación en notación, queda claro para Barthes el sentido trágico de la escritura y, más allá, la imposibilidad del Libro Total. ¿Estaría ya en 1967 vislumbrando el final de su propia empresa literaria? En Barthes por Barthes justificaría su sed de fragmentos, de esbozos, como la reacción de “posponer para más tarde el verdadero Llbro”. Luego remataría con un autorretrato no exento de crueldad: “Imagino, fastasmeo, coloreo y doy lustre al gran libro que soy incapaz de hacer”. El personaje-narrador y/o Proust mismo serán de Barthes primero su parigual, más tarde su antípoda: primero el joven que experimenta la sensación del dolor del deseo y de su imposibilidad de escape, luego el escritor asumido (obrero atormentado, obrero exaltado) que tras un golpe de sucesos en su vida se aísla del mundo para emprender un proyecto de aires absolutos. Proust conecta definitivamente a Barthes con la novela.

Barthes no termina aislándose, termina muriéndose; y con su muerte salen a la luz pública sus secretos de escribidor, se corrobora ese amor en silencio por la novela que elogiara en 1942. Su posición ante este género siempre fue de conflicto, de desapruebo de sus fines tradicionales y de ponderación de aquellos textos --como lo hiciera en 1955-- que pretenden la destrucción de la categoría aristotélica de novela. En el artículo de marras, Pequeña sociología de la novela francesa contemporánea, Barthes expone por primera vez su defensa de una novela “que es ante todo cuestionamiento de la novela”. Sobre la línea de este concepto poco tradicional del género, aparece en Sade, Fourier, Loyola la idea de lo novelesco a partir de “detalles, sorpresas, retratos, configuraciones, nombres propios” que Barthes descubre en la obra de Sade y que constituyen su grandeza. Lo novelesco será en lo adelante un término de punta en boca del crítico. En las últimas páginas del mencionado libro aparecen dos capítulos (Vida de Sade, Vida de Fourier) donde con datos mínimos Barthes construye su propia ficción, regodeada en biografemas, locas coincidencias, gusto por ciertos sitios, escándalo del Marqués al no serle permitido llevar su almohadón a su nueva morada: La Bastilla, o muerte de Fourier, arruinado, “vestido de levita, de rodillas en medio de floreros”

La Ficción de Barthes es otra. Su concepto de lo novelesco taladrará el canon establecido por la Universidad y por las Enciclopedias. En una entrevista publicada en Signs of the Times en el mismo 1971, queda claro el modo en que vislumbra el curso de sus proyectos: “lo que verdaderamente me seduce sería escribir lo que he llamado lo novelesco sin novela, lo novelesco sin personajes: una escritura de la vida, que de hecho quizás pudiera retomar cierto momento de la mía propia...” En lo adelante, la cuestión de la novela como género, su actualidad, así como la idea de un intento ya no desde la crítica, sino desde la creación misma, serán una constante. Desviar la anécdota (no destruir la historia), trabajar a partir de focos fictivos, serán dos de las claves para entender --y disfrutar-- este proyecto de escritura. Nuevamente aquí lo fragmentario adquiere su valor liminar: que cada fragmento brille por su luz propia y que de hecho sea imposible una estructuración, un engranaje lógico, fluido y hermoso que acabaría en novela. Lo novelesco es alibí del deseo barthesiano en su doble acepción: primero coartada, finta, por qué no excusa; luego más allá, otro sitio a donde dirigir su pulsión ficcional. Barthes está consciente de su empresa: nueva manera de encarar lo trágico de la escritura que en sus primeros textos entreviera en sus lecturas clásicas y que al final de su vida comprobara en Nietzsche. En más de una ocasión Barthes admitirá para su instrumental y para su imaginario la imposibilidad de labrar, trenzar, redondear un texto de ficción según sus usos habituales. “No me imagino elaborando un objeto narrativo en el que haya una historia” --aseguraría tras la publicación de Barthes por Barthes, libro que se abre y termina con un pedido, un deseo manifiesto de su autor: “Todo esto debe ser considerado como dicho por un personaje de novela”.

Barthes inficiona la Ficción --de inficere-- la corrompe, la manipula a su antojo. Una arqueología de lo novelesco sería posible a saltos continuos --como se vadea un río bajo, de piedra en piedra--, asiendo a cada paso focos fictivos, gestos, rasguños de novela. En El Imperio de los signos, de 1970, Barthes inserta más de una vez entre fragmento y fragmento, una hoja de su libreta de apuntes donde aparecen de su puño y letra referencias a sus citas con amigos japoneses; o el croquis --igualmente a mano y extraído de un bloc de notas-- de un recodo específico de la ciudad, el barrio homosexual de Shinjuku, que nunca identifica como tal (Barthes denota, no connota); o el recorte del periódico Kobé Shinbun que anuncia la presentación de cierto conferencista occidental (Barthes mismo), con una foto suya en donde a sus ojos se le han incorporado evidentes rasgos asiáticos. En 1971, la primera línea de su ensayo Fourier comienza: “Un día me invitaron a comer alcuzcuz con mantequilla rancia”, y en El placer del texto rememora una noche en que, adormilado en un bar, trataba de identificar todos los lenguajes posibles que sus oídos recibían: música, conversaciones, ruidos de mesas, de vasos, sólo comparable con el bullicio de una plaza de Tanger. El libro Barthes por Barthes será la explosión de estos elementos de goce. Entre tantos focos, el de los nombres de la vieja burguesía bayonesa retenidos por la memoria de su infancia: las señoras Leboeuf, Bartet-Massin, de Saint-Pastou, de Ligneroles...; o la recurrencia a encabezar algunos de los fragmentos del libro con títulos de resonancias novelescas: Los tres jardines, La nave Argos, La arrogancia, La chuleta, ¿Eres tú, querida Elisa?, como mismo dos años más tarde lo hiciera en Fragmentos de un discurso amoroso: Las gafas negras, La naranja, La carta de amor, Nubes, El pañuelo, con el desenfado y la eficacia de títulos de Stendhal o de Maupassant. La Ficción inficionada.

Entre diciembre de 1978 y marzo de 1979, Barthes mantiene en el semanario Le Nouvel Observateur una columna de crónicas, a la manera de sus clásicas Mitologías, en las que nuevamente se pretende combinar la agudeza del pensamiento y el apego a situaciones típicas de la sociedad francesa de la época. Pero los tiempos son otros. El entorno del momento presupone nuevas subtilizaciones, ya no la furibundia del enfoque altamente ideologizado contra la Doxa y la Norma burguesa. Como mismo Barthes presintiera este cambio hacia 1970 en su prólogo a la reedición de sus Mitologías, esta vez la muta es mayor, y va destinada a marcar lo fictivo, el modo en que ha pretendido hacer hablar “las muy diversas voces que me componen”. Igualmente en esta colección de crónicas aparecen títulos donde lo novelesco resalta: En la barbería, Diálogo, La vejez me emociona más que la infancia..., y en la última de estas, consciente de estar cerrando un ciclo, su asunción como “voces de personajes aún sin nombrar (...) intentos de novela”.

Es de notar otra de las aristas del juego barthesiano entre teoría y ficción. A partir de un momento en su obra, de modo más preciso en sus últimos diez años, se hace evidente el uso de la palabra bêtise: estupidez, tontería, necedad. Nuevamente Barthes por Barthes deviene ilustrativo: “Al hablar no estoy seguro de que busco la palabra justa, busco más bien evitar la palabra estúpida. Pero como siento cierto remordimiento por renunciar demasiado pronto a la verdad, me atengo a la palabra mediana”. De entre el discurso de la ciencia y este otro que lo persigue e inquieta, Barthes intenta producir un discurso medio. El horror de la tontería será otra de las razones por las que duda ante la idea de un gesto fictivo de envergadura, una novela. Igual que el Gide del Diario, su mérito será entonces la honestidad de la visión que ofrece de sí mismo: “...el primer discurso que se le ocurre es banal, y sólo luchando contra esa banalidad es como puede, poco a poco, escribir”. Siempre hubo en Barthes la pretensión de la lucidez: todo es tremendamente intelectualizado, elucidado. Barthes se sabe, se conoce: al comprobar que en sus días de retiro en su casa de campo le gusta orinar en el jardín, constata además su necesidad de significar el suceso. “Este afán de que los hechos más simples signifiquen, marca socialmente al sujeto como un vicio”.

Sus vicios serán, pues, llamar a la mesa mueble de la responsabilidad y a la cama mueble de la irresponsabilidad, y anotar que Flaubert, cuando ya no tenía ideas, se dejaba caer en una cama que llamaba la marinade (la salmuera, la conserva); o al narrar aquella escena del bar y de sus ruidos (voces, mesas, vasos...), no olvidar el toque inteligente apelando a la estereofonía del café; o tras la caída de una bicicleta, en el campo, de regreso de la panadería, su reflexión sobre el ridículo y su indiferencia a no ser un hombre moderno. Estos ademanes de racionalidad serán mejor comprendidos tras la observancia de las eras semiológicas y estructuralistas como picos de extrema intelectualización de la sociedad contemporánea (¿acaso Tel Quel no representa un momento de álgida lucidez?), de las que Barthes fue promotor y partícipe. El de Barthes será el vicio del todo leer, todo-querer-asir: del cine a la cocina, de la moda a la gestualidad, de la ciencia al comportamiento de un gigoló. El 17 de junio de 1977 anota en su diario: “Cocinar no me aburre. Me gustan las operaciones de que consta. Experimento un placer observando las formas cambiantes de los alimentos mientras se cocinan (coloraciones, espesamientos, contracciones, cristalizaciones, polarización, etc.)”. A Barthes le obsesiona la idea del escritor acéfalo. Ya en 1962 había perfilado sus móviles: “Se es ensayista porque se es cerebral. Quisiera escribir cuentos, pero estoy paralizado ante las dificultades que tendría al buscar una escritura para expresarme. (...) Toda la vida me ha apasionado el modo en que los hombres se hacen su mundo inteligible”. La racionalidad y la búsqueda de la lucidez como modus vivendi impedirán a Roland Barthes la soltura y el gasto de una empresa fictiva de magnitud.

De esta gimnasia barthesiana entre crítica y ficción queda ratificada la idea de Texto como objeto literario que puede ser considerado como novela o como ensayo, quizás esa palabra mediana a la que se atuviera entre la exactitud de la ciencia y la banalidad de lo cotidiano. Ya antes, Enrique de Ofterdingen, como otros textos del romanticismo alemán o francés, acreditaba esta feliz indefinición que luego el post-estructuralismo erigiría como bandera: la narración del viaje de Enrique con su madre a Ausburgo (Ficción), las disquisiciones sobre “el hombre entregado a las actividades de los negocios” y “el hombre apartado en su quietud” (Ensayo), y hasta las canciones intercaladas entre uno y otro (Poesía). Al referirse a cierta prehistoria del hombre Marcel Proust antes de la redacción de En busca del tiempo perdido, Barthes propone una nueva identificación, un nuevo código que define a la vez su propio proyecto escritural, aquello que en 1972 había llamado el gran novelesco crítico. La tercera forma --como mismo la Historia ha instituido un Tercer Estado francés o un Tercer Mundo-- será el resultado textual de un punto en el que en Proust confluye su crítica a Sainte-Beuve, rechazada por Le Figaro y luego abandonada, el deseo de una escritura intensa (también extensa) que dejara atrás mundanidad y escarceos periodísticos, y hasta la repercusión --quizás tardía-- de la muerte de su madre. La genialidad proustiana de escribiendo escribirse, de legar una obra monumental de trazos perturbadoramente modernos que al mismo tiempo será el relato de su vida, marca a todas luces a este Barthes de finales de los setenta.

En más de una ocasión, interpelado por los tantos entrevistadores que lo acosaron durante sus últimos diez años, y en consonancia con su lectura de Proust como un obrero atormentado, exaltado, Barthes habla de amor --eso que las doctrinas han llamado entrega-, amor hasta delirante por el simple hecho de la escritura. Otros han hablado --y mucho-- del sentido de la grafomanía en Barthes. Lo cierto es que el suyo es amor desde el gasto, desde la más pura pulsión (R.B. no esconde sus lecturas de Lacan), desprovisto de todo sentido utilitario. Siguiendo su propio relato, uno de sus abuelos, ya en su vejez, se aburría, mientras el otro se afanaba en caligrafiar partituras y en construir artefactos de madera, aunque ninguno de los dos se preocupara por sostener algún discurso. Hay en Barthes dos líneas paralelas que se tocan: la del discurso sostenido, lúcido y eficaz, y la del discurso sin economías, de puro gasto y goce --el del abuelo-que-no-se-aburre. Al final de Barthes por Barthes, con el título Proyectos de Libros, como registrado por buen taxonomista, puede leerse: "El Aficionado (consignar lo que me sucede cuando pinto)”. Unas páginas antes había atacado la idea de la obra (“producto unitario, sagrado”) y la burda necesidad de “construir (...) terminar una mercancía” en la sociedad mercantil de nuestros días. Su admitida afición al piano y a la pintura como la-no-obra, donde no hay comercio y mucho menos idea de la funcionabilidad, ya de cara al proyecto de la escritura, ratifican a Barthes su vieja obsesión por el Neutro como “suspensión del juicio, del proceso”, “vacancia de la persona”, único asidero hacia una lingua adamica: Joyce citado por Sarduy, luego Sollers.

Tras el Neutro andaba Barthes cuando muere su madre. No podemos, como mismo él hizo al seguir los pasos de Proust, dejar a un lado este acontecimiento de resonancias enormes. Como dato ilustrativo, el relato de Julia Kristeva sobre la visita de un grupo de intelectuales franceses a la China de 1974: de paso por Xian, en un cementerio del siglo VI a.n.e. en el que la progenitora era enterrada en el centro y sus descendientes a su alrededor, Barthes se detiene para confesar que él adora a su madre. La muerte de Henriette Barthes (leer el fragmento del diario firmado en Urt, el 31 de agosto de 1979) y la asunción por parte del escritor de su soledad, su propia vejez, la conciencia de su cuerpo ya no como objeto del deseo y su desamparo amoroso (Fragmentos para H. y Noches de París como catarsis de la contrición del cuerpo), serán los dos únicos gestos --textuales: no puramente biográficos, sino escriptibles-- del desnudamiento del hombre que Barthes fue.

Afanado como siempre estuvo en no desligar su imaginario del deseo y del placer, obseso por el cuerpo como sitio de tantos fulgores, escritura al fin, Barthes no se refiere al suyo propio sino de soslayo. De ahí que la muerte, ni desde la angustia, ni desde el desacato, no haya sido uno de sus temas de recurrencia justo hasta octubre de 1977. La Cámara oscura será el texto --no el único-- a donde se desplazará, repito, por ahora, su anhelo de escritura. El primero de los motivos de este libro será, a partir de un deseo de Valery en idéntica situación, escribir un libro sobre su madre: “para mí sólo”. Este gesto humilde y dolido, como el de quien conversa a diario con su familiar muerto, pronto se trastocará en ambicioso proyecto escritural, nuevamente entre la teoría y lo novelesco. En La Cámara oscura confluirán un dolor que invoca el recuerdo de la infancia, la conciencia trágica de la existencia a través de una foto que envejece, y con ella, con el paso del tiempo sobre la foto de un ser amado, la muerte misma del amor.

Pero lo más curioso de este libro, aún tratándose de amor y del espacio habitable de la infancia, es el modo en que Barthes evita lo que en un texto de 1973 sobre Michelet había llamado “esas frases nobles y emocionadas (...), todo un vibrato que ya no mueve nada en nosotros”. Barthes le plantea mociones a la emoción. El poco pathos que deja escapar al referirse a su madre muerta es atacado por vectores de lucidez, disquisiciones ya no sobre la foto de aquella niña en el Jardín de Invierno, sino sobre studium y punctum en Nadar, Avedon o Mapplethorpe. Lo que en otro autor sería el honesto y lacrimoso penar de un hijo solo, aquí tuerce hacia un texto donde lo ontológico se lucidifica, donde se respira y se constata filosofía de claros ribetes nietzscheanos, sólo que esta vez, como tantas en Barthes, la ficción no deja de emitir “astillas del recuerdo”. Ontos ficcionado. Mociones a la emoción.

Unas semanas después de la muerte de Henriette Barthes, su hijo emprende una nueva relectura de En busca del tiempo perdido, que luego llamara “ese contacto abrasador con la Novela”. La identificación con Proust será a partir de entonces total. Es curioso cómo un escritor se apoya en otro para ir revelando su propio programa de escritura: al atacar a Sainte-Beuve, Proust cuestiona la rigidez de una óptica (del escritor y del lector) incapaz de recepcionar a cabalidad la complejidad de su propia obra, escrita y por escribir. Al analizar el itinerario proustiano (sus dudas, sus indecisiones) exactamente antes de entregarse a la redacción de En busca del tiempo perdido, al fijar dos momentos y un acontecimiento que catapulta la duda hacia la grave resolución de la escritura, al estudiar la tercera forma (ni Novela, ni Ensayo, más bien la costura de ambos) como único modo de mostrar la fragmentariedad de la existencia y la arbitrariedad del Tiempo, Barthes no hace sino proponer transferencias, plantarse ante el espejo, mostrar “lo íntimo que quiere hablar en mí, hacer que su grito se escuche”. Ese texto será He estado acostándome temprano mucho tiempo, conferencia dictada en el Colegio de Francia en 1978, a seis días del primer aniversario de la muerte de su madre. Retomo este dato biográfico porque en esta alocución pública Barthes sentará las bases de su definitivo proyecto fictivo, finalmente inacabado.

Como Proust, Barthes aún pasa por momentos de duelo que trae reflexión, de enorme inercia, de toma de resoluciones. Se ha producido “la mitad del camino de mi vida”, una frontera, una falla para nada simétrica: “ninguna otra cosa sino ese momento en el que descubrimos que la muerte es real, y no sólo temible”. De un lado del camino: saberse mortal; del otro: sentirse mortal. Dos años más tarde, en La Cámara Oscura, Barthes regresa al horror y a la vileza de la muerte: “El único pensamiento que puedo tener es que tras esta primera muerte está inscrita la mía; entre las dos, nada más, sólo esperar...” Pero esta espera no significa muerte en vida. En Enrique de Ofterdingen, el Conde de Hohenzollern decide retirarse del mundo y asumir una vida nueva a partir de la muerte de sus hijos y de su esposa: “Algunos supervivientes tienen la sensación de que, al sobrevivir al ser amado, todo acaba para ellos; en realidad todo comienza” –confiesa Barthes. Tras la muerte de Roland Barthes es hallada entre sus papeles una carpeta de cartón rojo donde se conservan ocho folios escritos a mano, unas veces con tinta o con lápiz rojo y negro, entre agosto y diciembre de 1979: se trata de un boceto de algo. En letras capitales sobre la cartulina puede leerse un título: Vita Nova.

Pero esto no debería sorprendernos. Casi terminando sus palabras de aceptación en el Colegio de Francia, el 7 de enero de 1977, Barthes vuelve a uno de sus tutores de siempre: Michelet, quien contrae matrimonio a los cincuenta y un años con una joven de veinte-. Comienza así su vita nuova: “nueva obra, nuevo amor”. Esta vez --imagino la complacencia de los señores rectores del Colegio—la vita nuova barthesiana no es enfocada como nuevo programa, sino como regocijo por el nuevo sitio en el que ha sido acogido con hospitalidad; esta vez --aún no había muerto su madre-- el término no lleva gravedad, sino una brizna de jocosidad de hombre maduro, entre saber y sabor. El 25 de abril de 1979, tras salir del Flore, contrariado por no haberse topado al menos con un rostro con el que fantasear, Barthes escribe en su diario: “El fracaso lamentable de la velada me ha obligado a inventar llevar a cabo de una vez el cambio de vida que me ronda la mente desde hace un tiempo. Esta primera nota es una señal de este cambio”.

Ante cualquier otro escritor, más patético, menos fruidor del texto y del cuerpo, el apremio de “llevar a cabo de una vez” lo que se está tramando podría sugerir la idea de un suicidio pensado a la manera de Virginia Wolf, Primo Lévi, Gilles Deleuze, Sandor Marai... Barthes ha estado rumiando esta vita nova en los últimos años de su vida. La jocosidad de sus palabras en el Colegio de Francia da paso, en He estado acostándome temprano mucho tiempo, a la decisión de salir de “ese estado tenebroso (...) a donde me conducen la usura de los trabajos repetidos y el duelo”. A todas luces, a pesar del dolor que ha generado la muerte de su madre, se trata aquí, como en el caso de Proust, de una decisión práctica, escritural, no menos vital.

Estamos ante un problema de Forma. En sucesivos textos y entrevistas, Barthes ha estado poniendo en duda la funcionabilidad y la eficacia del concepto clásico de Novela: personajes, situaciones, estructuras que le son ajenas. Del otro lado de la cuerda, hay una fatiga del metarrelato crítico, un cansancio del escribir-sobre-algo; de ahí su deseo --e imperiosa necesidad—de proponer un texto medio, no ajeno a los preceptos de la modernidad. Ya en 1953, en El Grado Cero de la Escritura, partiendo del peso de la tercera persona en la novela, Barthes concluía: “La modernidad comienza con la búsqueda de una literatura imposible”. Esa será, pues, la esencia de esta Vita Nova: felizmente trunca, aún por rescribir.

Poco pudiera extraerse de los ochos folios del boceto encontrado, si no resonancias, ecos de una energía. Del lado de lo puramente vivencial: referencias al duelo, “pérdida del verdadero guía, la Madre”, los amigos, el gigoló, el flirt, las noches baldías, estancias en el Flore, donde lee Le Monde (no olvidar El Cristo de la rue Jacob, Monte Avila editores, 1994, p. 47, en el que Severo Sarduy describe en dos líneas a su amigo Roland, “con los ojos fijos en Le Monde”) y el niño marroquí. Del lado de lo reflexivo, alusiones a “objetos arquetípicos” (el Mal, el Militante, la mala fe), “la literatura como decepción” (lo ya hecho: el Ensayo, el Fragmento, el Diario, la Novela), Pascal, Tolstoi, Proust, Dante... Una fecha enigmática, “la decisión del 15 de abril de 1978”, quizás el punto de giro que marca la asunción de un nuevo modo de hacer puramente literario, escritural, ya alejado de los vaivenes de lo amoroso; abiertas referencias al Ocio (lo Neutro, los Naipes, el Nada hacer filosófico); precauciones ante la subjetividad: “En todo caso, ¡nada de yo! –y que de él no queden sino ruinas o lineamientos...” En la sexta hoja, Barthes esboza su deseo de abundar en la idea del ποικιλοξ, término griego con el que se designa a la Novela Romántica, la Novela Total, y que Barthes mismo había recogido en sus fichas para el curso 1979-80 (interrumpido por su muerte) en el Colegio de Francia, a partir de una reflexión de Novalis: “¿no debería la Novela abarcar todas las especies de estilos en una sucesión diversamente ligada al espíritu común?”

No porque nos conste que hacia septiembre de 1979 Barthes releía la obra de Dante Alighieri, debemos limitarnos a este dato para escudriñar en sus bocetos. En la citada conferencia sobre Proust, Barthes se imaginaba a sí mismo como el Dante, penetrando en la selva oscura de la mano de un “gran iniciador”: Virgilio. Su selva oscura es textual, irrealizable, definitiva Utopía. El libro homónimo de Dante, considerado por la crítica como un prólogo a la Divina Comedia, resulta un cosido (también cocido) de Poesía (los sonetos), Ficción (los sueños del poeta, el relato del saludo fugaz a Beatriz...) y Ensayo (la reflexión sobre el arte del trovar, la disquisición sobre el amor como sustancia inteligente, sustancia corporal o accidente en la sustancia). Si al decir de Barthes, la obra de Proust se hace moderna a partir de su tercera forma, lo mismo ha ocurrido con sus autores-fetiches, ya sin marcajes cronológicos: Michelet, Sade, Fourier... –también Novalis, La Novela Romántica alemana o Dante mismo. La búsqueda del ποικιλοξ, suerte de Tierra Prometida de la escritura, Libro plural, dominará a este escritor moderno que se ha llamado Roland Barthes. Su Vita Nova no es más que aquel pospectus del que hablara en Barthes por Barthes: “una de esas maniobras dilatorias que rigen nuestra utopía interna”.

Vita Nova parece ser ese alibí al Libro Total: más allá, también coartada, finta que evita anclajes; también redención a través de la escritura, y la escritura misma como única salvación tras la muerte de su madre, tras el cansancio de la Forma y del metarrelato de la crítica, y tras la conciencia de lo trágico de la escritura y del cuerpo mismo. Ni redención, ni salvación deben remitir aquí a una idea de Vita Nova como experiencia mística de un alma decepcionada. Para nada –ya que hemos andado sobre recorridos barthesianos-- pretender uno sobre la topografía de la ascensión mística al modo de Juan de la Cruz. Este escritor que ha traducido lo Real, que ha entrevisto el mundo de un modo horriblemente lúcido, que no ha dejado escapar nada --descubridor, hagiógrafo, aguda cabeza--, ha sido también incapaz de desligarse, de hacer mutis tras las bambalinas de lo inteligible, coqueteando entre disquisiciones e incidentes, teorías y biografemas. De ahí que Vita Nova sea simplemente el esbozo --aún por concluir- de un nuevo modo de escribir y de escribirse, incluso de mover el brazo, de rasgar sobre el papel; esbozo y demostración además de una ética de la escritura.

Como en Enrique de Ofterdingen o en Bouvard y Pécuchet, el gesto fictivo de Roland Barthes ha quedado inacabado. Tampoco puede fijarse un punto definitorio donde la ficción coja cuerpo: ni Barthes por Barthes, ni Incidentes, ni La Cámara Oscura. Se trata de eso, de un gesto, un ademán que no sabemos si concluye. Por ello lo de sujeto incierto, teórico y creador de anamnesias, descubridor de biografemas: focos de ficción. Esta filiación donjuanesca, de muta constante, lo ha llevado, tras su muerte, a devenir personaje de otras novelas: de Sollers, de Kristeva, de Renaud Camus. Quizás eso nos quede de su recorrido, de su parcours, algo como una foto, como el miedo de Sade al mar o como los “bellos ojos” de Ignacio de Loyola.

1 comentario:

  1. ...un ademan que no sabemos si concluye...ciertamente, claudio.

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