Gerardo Fernández Fe
II
Años más tarde, Barthes rememoraría en el diario L'Humanité su hastío, hacia 1960, de un discurso crítico demasiado impresionista y su deseo de un discurso más científico. Serían los años de El mensaje fotográfico, Sociología y socio-lógica, La información visual, La cocina del sentido o La lingüística del discurso: artículos, conferencias, charlas que, paradójicamente, promueven primero que todo la notoriedad de su autor, y terminan refrendando aquello de sujeto incierto, impuro, que asume (ahora) un tentador maridaje con cierta idea de verdad, de precisión, de asepsia crítica. Es también la década de sus libros Elementos de Semiología, Sistema de la moda y S/Z, quizás este último en donde podamos constatar su paulatino desprendimiento hacia otra forma de pensar y de hacer.
El primero de sus gestos de disidencia no data de finales de este decenio, lo que nos hace comprender que se trata de un escritor que se mueve, poco acomodaticio, productor de fintas. En su libro Critica y verdad, de 1966, originariamente respuesta escrita a los ataques sorbonescos de Raymond Picard et al, Barthes instaura la duda sobre la objetividad, el gusto y la claridad como atributos del proyecto crítico que le antecede, y redefine el papel del escritor como alguien para quien el lenguaje deviene problema, no quien lo utiliza con fines instrumentales o estéticos. Al anunciar nuestra entrada en una crisis general del Comentario comparada --a nivel del lenguaje-- con el cisma que separa la Edad Media del Renacimiento, Barthes no hace sino estigmatizar la misma voz de la que en esos tiempos se vale para sus textos más exactos: la disertación. Y al hacerlo, inicia el tránsito de lo monolítico a lo plural, propone la duda (rizoma dentro del Sistema, diría Deleuze), deja de mostrarle a la obra en estudio los hierros del discurso científico. Mucho más adelante, eufórico tras la venta de más de cien mil ejemplares de Fragmentos de un discurso amoroso, Barthes reviene a la oposición disertación egotista--pluralidad de voces: “...no es un libro sobre el discurso amoroso, es el discurso de un sujeto enamorado”.
A esta reacción contra el monstruo de la Totalidad, le secunda su intención de nuclear en un solo discurso el par lenguaje de la Obra--lenguaje sobre la Obra. Barthes no esconde su afán de destrucción del metalenguaje de la crítica y su instauración de la escritura como único discurso que puede “destruir la imagen teológica impuesta por la ciencia”. A una pregunta de Raymond Bellour sobre el tema, Barthes sentenciaría: “La ciencia de la literatura es la literatura”. Sobre idéntica cuerda, igualmente en 1967, Severo Sarduy cita a Joyce: “escribir algo, no escribir sobre algo”... En ese mismo año, en el artículo Ciencia versus literatura publicado en el Times Literary Supplement, Barthes erige por primera vez un tercer margen entre la ciencia y la escritura: el placer. No es este un término ajeno a su instrumental y será en lo adelante vector enérgico de su imaginario: en 1944 había publicado en la revista Existences el ensayo Placer de los Clásicos, primera de sus inquietudes sobre la función del lector, esta vez ante “la minuciosa, imprevisible y peligrosa arquitectura de las máquinas infernales” de autores como Bossuet, La Fontaine, Rousseau, Descartes, Voltaire..., y en donde haciendo gala de su temprana lucidez escribiera: “La literatura tiene sus santos, sus pontífices, sus teólogos, sus indiferentes, sus jansenistas, sus patronatos, sus mártires, sus detractores, sus locos, sus embaucados...” Ese mismo año, en Reflexión sobre el estilo de El Extranjero (otro de sus ensayos de estructura fragmentada), resalta el epígrafe Placer del Estilo. En 1965, en Testimonio sobre el teatro, se hace eco de la recomendación brechtiana de buscar placer en el teatro y anuncia su total desapego de las salas del momento; y el 15 de mayo de 1967 publica en La Quinzaine littéraire su reseña Placer del lenguaje sobre la versión francesa del libro de Sarduy Escrito sobre un cuerpo, en la que recuerda que más allá de “casos de comunicación transitiva o moral (...) hay un placer del lenguaje del mismo tejido, de la misma seda que el placer erótico”...
Obvio sería reincidir sobre los tantos textos que apelan a este mitema. Lo interesante en este ensayo definitorio sobre ciencia, placer y escritura será su cariz político. Fresca aún la respuesta urticante a Raymond Picard como depositario de la herencia del positivismo burgués en predios universitarios, este texto denuncia la imposición de “una verdad teológica”, el riesgo de totalitarismo en las ciencias humanas y su contribución a la formación de la Doxa: otro de los blancos de la crítica barthesiana. Al profesor Picard --también heredero de Sainte-Beuve y de su concepción maniquea del crítico como descubridor de la verdad secreta que une al autor con su obra--, Barthes seguirá increpando desde el placer: antes con Gide, Michelet, Racine, luego con Sade, Fourier, Loyola, Proust, y la propia concepción que Barthes tiene de su obra misma. El placer como ortiga (¿no son acaso por momentos ciertos placeres urticantes?), fisura dentro del Saber (hay un momento en que Barthes comienza a jugar con el parentesco fonético entre saber y sabor: savoir et saveur), falla feliz que en su libro Barthes por Barthes dice presentir en algunos sabios: reivindicación del cuerpo.
Escribir el cuerpo. Teatralizarlo. En la última página de Barthes por Barthes aparece un dibujo extraído de un manual de anatomía. Un cuerpo humano sin piel y sin nervios, sin huesos y sin músculos: sólo el encabalgamiento de vasos y arterias que se desprenden de la vena cava. No hay otros trazos que no sean los de “un eso palurdo, fibroso, peludo, deshilachado”. Repito: no hay boca, no hay ojos, sólo un ser indefinido; pero aun así, a esas alturas de su vida, al dar por terminado un libro que no es autobiografía pero sí matalotaje de fotos, biografemas, recuerdos de su infancia, Barthes deja por sentado --más allá de poses y de remilgos-- que tras la obra hay un cuerpo, la mano de un señor que como Flaubert trabaja hasta entrada la madrugada o que como Balzac no deja de agregar y de agregar líneas a sus pruebas de imprenta.
En su prólogo de 1961 a La Rochefoucauld (ah, contradicciones de la escritura: ¿acaso no escribe en ese mismo año sobre comunicación de masas, alimentación contemporánea, connotación fotográfica, motivación del consumidor y alta joyería, desde el más austero perfil sociológico?), Barthes define dos lecturas posibles --y opuestas-- a sus Máximas: una para mí, pues incluso tres siglos después de creadas apelan a la Virtud y develan nuestros lados más oscuros; y una para sí, en tanto testimonio (hoy pulsión) de un autor que martillea sobre sus obsesiones y su tiempo. Ya aquí, valiéndose de la génesis lúdicra de máximas y sentencias, nacidas de la humorada de los salones y las cortes, Barthes anuncia su despersonalización, y con ella la muerte del autor.
Cuatro años más tarde, ahora ante Chateaubriand, el crítico no puede negar los setenta y seis años de este viejo retórico en el momento de la escritura de Vida de Rancé. De ahí que Rancé, quien abandona el mundo, sea Chateaubriand, que es abandonado por el mundo. Aquí autor y personaje se asumen, como mismo tras la competencia bursátil una empresa es asumida, absorbida, asimilada por otra. Y de esta indefinición Barthes saca partido. “Con Chateaubriand comienza la soledad del autor”. En otro texto cercano, Proust y los nombres, Barthes no admite reparos en el largo paralelo que establece entre la vida de Marcel Proust y la de su personaje-narrador: libros que fascinan y decepcionan a ambos, fértil soledad del retiro, igualmente para uno como para el otro, antes que sobrevenga la gran obra: el Libro. No obstante, deja claro (o pretende) que no se trata de hacer explícita la obra a través de la vida; más bien se trabaja con “actos interiores al discurso mismo” (hábil eufemismo de viejo semiótico), no biográficos, sino poéticos (¡!) tanto en Proust como en su personaje.
Curiosamente y para fundamentar estos vaivenes de la idea del autor en Roland Barthes, tras el entusiasta texto sobre Proust, aparece en la revista Manteia el ensayo La muerte del autor. Aquellos preceptos que lo llevaron a observar a Racine desde prismas menos usuales, conflictivos, y que le valieron la embestida de no pocos críticos e instituciones de la cultura, son ahora retornados. Barthes ataca “el imperio del Autor” como efigie de una cultura del positivismo hija de la ideología capitalista. Estamos en un momento en que el crítico ha visto renacer sus viejos aires utópicos, ya no en el terreno de la política a secas (su participación en los acontecimientos de mayo de 1968 es más bien escueta, incluso crítica en cuanto a cierta simbología de la revuelta), sino en la conflictividad del movimiento estético post-estructuralista de un grupo de jóvenes a los que se ha vinculado. El furor antes evidenciado, la prospección que en otros tiempos había dedicado a una zona menos tradicional --por no decir menos esclerótica-- de la novela francesa, en particular a la obra de Robbe-Grillet, tuerce entonces hacia el proyecto enérgico de la empresa Tel Quel. Por debajo de la muerte del Autor y la subsiguiente primacía de la textualidad, se mueven las corrientes de la arremetida telqueliana contra la critica marxista (Roger Garaudy and Co.), contra el patetismo de la crítica existencialista y contra el análisis fenomenológico: obstinadamente centrados en el hombre (o en los hombres), en sus flujos, en sus tensiones. Pero al instituir el acto de la escritura como “un puro gesto de inscripción, no de expresión”, Barthes instituye y legitima también la autarquía del Texto, niega viejas consideraciones, acentúa la palinodia de su discurso: entre tesis y ficción.
Pudiera decirse que la ficción en Barthes comienza por Sade, Fourier, Loyola (la versión al castellano de Monte Ávila Editores cambia el orden de los nombres, prefiere Sade, Loyola, Fourier, y prescinde del dibujo del salón de reuniones de Castillo de Silling que Ramón Alejandro realizara para el original en francés). Aquí Barthes sorprende cuando confiesa cómo --más allá del mito de transgresión y de crueldad que Sade pueda representar para la Historia, más allá de Fourier como proyectista de un mundo rehecho, reconstruido, o de Loyola como perseguidor afanoso de la virtud-- se regodea imaginando los juegos del marqués con la costurerita de Charenton, o el gusto de Fourier por las compotas y su “lenta simpatía por las lesbianas”, o los “bellos ojos” de Ignacio de Loyola. El dato ínfimo inaugura la jocosidad del Texto y también el aspaviento de la crítica ortodoxa, tanto la parapetada tras el muro de la Universidad, como la semiótica fundamentalista: las migrañas de Michelet, la afición de Marx y de Brecht por el tabaco, la pesadilla del accidente en el túnel que tuviera Emile Zola a los dieciocho años..., o al hablar de sí mismo, el celo con que guarda el porta-tarjetas de tafetán rosado de su abuela B., o el pathos --disimulado tras frágil humor-- con que en Barthes por Barthes hace el relato de un trozo de costilla que en 1945 le fuera extraído después de un pneumotorax extrapleural y el modo en que durante años conservó en una gaveta aquella especie de “pene óseo parecido al asa de una chuleta de cordero”, y luego cómo decidió arrojarla desde el balcón hacia la calle Servandoni, “donde seguramente vendría algún perro a olfatearla”... Estos trazos biográficos, risibles, que Barthes ha nombrado biografemas, reabren a lo fictivo y con ello desembocan en el placer.
En el prefacio a Sade, Fourier, Loyola, fechado en junio de 1971, coge cuerpo la idea de Texto. Con este concepto ahora vigorizado regresa la idea antes trabajada de placer, ya no como tercer margen entre ciencia y escritura, sino acarreando consigo el “retorno amistoso del autor”. El dictamen barthesiano sobre este tema será ratificado dos años más tarde en el libro El Placer del Texto: “Algunos pretenden un texto (un arte, una pintura) sin sombra, cortado de la ideología dominante; pero eso es querer un texto sin fecundidad, sin productividad, un texto estéril. (...) El texto necesita de su sombra: esta sombra es un poco de ideología, un poco de representación, un poco de sujeto...” De ahí que en realidad Barthes (ya entonces, lo sabemos, perseguido por y persiguiendo a escondidas ciertos intentos de ficción) sólo precise reacomodos de su idea del autor, lo que de modo ineludible determinará su reflexión sobre la alternancia de voces, de personas gramaticales dentro de todo discurso, finalmente elemento indisoluble en su instrumental crítico y en su imaginario fictivo. “Escribir es, en definitiva, decidir (poder decidir) quien va a hablar” --había sentenciado en 1964 al reseñar un libro de Jean Cayrol.
Hay un libro ejemplar donde la voz que habla no es una sola. Además de fotos, pentagramas, grafías de pura denotación, en Barthes por Barthes hay al menos dos voces, si no varias. Al escritor le inquieta el yo confesatorio del discurso romántico. Durante años ha eludido las preguntas de periodistas sobre su vida privada, sobre su infancia (“Cuesta más escribir yo que leerlo”), pero a la vez no nos puede negar su saberse cuerpo --y por lo tanto historia. Tras la lectura de La Montaña Mágica, así lo admite en las últimas palabras de su Lección inaugural en el Colegio de Francia, Barthes experimenta estupefacto la sensación de que su propio cuerpo es histórico. Historia en las cercanías: la de 1914, año en que transcurre la anécdota y en el que se inicia la guerra en la que muere el oficial Louis Barthes (su padre), en un combate naval en el Mar del Norte, la de la tuberculosis, la de Hans Castorp, la suya propia.
En Anamnesias, uno de los fragmentos de Barthes por Barthes, en cursivas, alterando el dibujo típico de su grafía, aparecen retablos del recuerdo de su infancia. Coágulos de la historia. No obstante, Barthes no se expone todo, se resguarda tras la artimaña de un novelista del realismo. Del fragmento Lo privado resaltan cuatro sintagmas, diríamos, tendenciosos, cuatro puntas de iceberg que rozan el cuidado paranoico: me expongo, riesgo, ofrezco un blanco a los otros, protegido. Barthes duda del discurso de la confesión, teme revelar las claves de su imaginario. Hay en su obra toda cierto sigilo de lo anecdótico, y para no contradecirlo instaura la alternancia entre su yo confesatorio y el distanciamiento de la tercera persona:
Uno de sus primeros artículos (1942) trataba del Diario de Gide;
en otro (En Grecia, 1944) se nota claramente que imita la escritura
de Los Alimentos Terrestres. Y Gide ocupó un lugar muy importante
en sus lecturas de juventud: es una mezcla diagonal de Alsacia y
Gascuña, como él lo era de Normandía y Languedoc, es protestante
como él, con el gusto por las “letras” y toca piano, sin contar el
resto, ¿cómo no reconocerse, desearse en ese escritor? El Abgrund
gidiano, lo inalterable de Gide, sigue dentro de mí como una
efervescencia testaruda. Gide es mi lengua original, mi Ursuppe, mi
pan literario.
De punta a cabo en este libro, como en el fragmento anterior (titulado Abgrund; y las cursivas son mías), Barthes turna, alterna voces para, una vez más, indefinirse y protegerse del suicidio del autor (“escribir sobre sí es un poco como una idea de suicidio”), pero también para --como crítico-- sentar las bases de la cisura que separa la obra clásica del texto moderno, y para --como escritor de una posible ficción-- seguirse debatiendo, entre dos aguas.
Entre el Yo soy el que soy bíblico y la sentencia de Rimbaud Je est autre, este juego (y esta duda) no es reciente. Ya en temprano ensayo de 1944, Barthes aplaude en los clásicos la economía de los pronombres personales, y elogia la tiranía y la majestad de "pensar y hacer pensar yo, pero decir ellos o uno". El tic de la alternancia de voces, ya sea como crítico que la descubre en la obra ajena, ya como escritor civil, autor desbrozado de su aureola ordinaria, irá en Barthes desde un texto de 1952 sobre la novela de Jean Cayrol, hasta Siempre fracasamos al hablar de lo que amamos, conferencia destinada al Coloquio Stendhal, a celebrarse en Milán en 1980, y que quedara inacabada --una de sus hojas dentro de la máquina de escribir-- con la muerte de Roland Barthes. Como proyectista de ficciones, la entrada de la tercera persona en el discurso monológico protege a Barthes (a él, a su autor) de los riesgos de la confesión, y por ende del odiado pathos. En el sentido inverso, la ingerencia de biografemas, de gesticos fictivos, como representantes de una subjetividad recuperada (y corregida), protege a su texto del peligro de la disertación, y le garantiza el placer de la escritura y de la lectura. “Si quiere ser leído, escriba sensual” (Por encima del hombro, 1973, in Sollers escritor).
Este consejo, que parecería extraído de un Decálogo del buen escritor, no será sino el resumen de una contumaz defensa de la obra teórica y narrativa de Philippe Sollers, blanco también de la gazmoñería de cierta crítica. El papel de Barthes en este caso (admítanse ambas acepciones) será el de un abogado cuyo alegato trasciende los límites de la circunstancia y se trastoca en programa de su propia gestión: “¿Cuándo tendremos el derecho de instituir y practicar una crítica afectuosa, sin que pase por parcial? ¿Cuándo seremos lo suficientemente libres (liberados de una falsa idea de objetividad) para incluir en la lectura de un texto el conocimiento que podamos tener de su autor?”
Defender a Sollers, demostrar que su vida, su palabra cotidiana y su trabajo se entretejen de manera inaudita, ratificar el concepto de Texto, será la coartada para hacer aparecer la bandera de la crítica afectuosa como mismo años atrás lo hiciera con la Nueva Crítica. Esta otra idea del ejercicio crítico lo alejará definitivamente de la precisión del discurso cientificista y confirmará la envergadura de lo que llamara el grano del deseo en esa parte de su obra que aún estaba por hacer. Años más tarde, en una entrevista concedida a la revista Lire, Barthes retomaría de su viejo tutor Jules Michelet dos conceptos definitorios: de un lado, el espíritu güelfo, el espíritu del escriba, del legislador o del jesuita: seco y racionalista; del otro, el espíritu gibelino, feudal y romántico, de devoción del hombre por el hombre. Sepultando así todo remanente de aquel fantasma de la ciencia, Barthes concluiría: “Yo me siento más gibelino que güelfo; en el fondo siempre he querido defender más a los hombres que a las ideas”. Este nuevo anclaje en la subjetividad y en el espacio contextual del autor adquiere su cenit en 1978 cuando en la conferencia He estado acostándome temprano mucho tiempo (título extraído de la primera línea de En busca del tiempo perdido), Barthes propone la distinción de proustismo, crítica biográfica sobre un autor clasificado por la Historia de la literatura, versus marcelismo, suerte de captación de los destellos gestuales y anecdóticos a partir de la visión de Marcel Proust como “ser singular (...), presa de manías excéntricas y lugar de una reflexión soberana sobre el mundo, el amor, el arte, la muerte”.
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