Carlo Michelstaedter vivió sólo 23 años. Nacido en 1887 en Gorizia, una ciudad austro-húngara ubicada, como Trieste, en el cruce de las culturas germánicas e italianas, estudió matemáticas en Viena, en una ruta paralela a la de su contemporáneo Ludwig Wittgenstein, y luego se dejó atraer por la frontera latina, matriculándose en letras, en la Universidad de Florencia.
El 16 de octubre de 1910, durante un viaje a su natal Gorizia, Michelstaedter terminó de escribir su tesis La persuasión y la retórica y la envió por correo a la universidad. Al día siguiente se pegó un tiro en la cabeza. Giovanni Papini interpretó aquella muerte como un “suicidio metafísico”, en el que el fin de la vida propia era escenificado como un acto filosófico.
La invaluable editorial mexicana Sexto Piso ha rescatado la tesis de Michelstaedter, con notas críticas de Miguel Morey, Claudio Magris, Sergio Campailla, Massino Cacciari y Paolo Magri. A riesgo de simplificar una escritura misteriosa como pocas, diríamos que Michelstaedter propone una antinomia entre la persuasión, traducida como posesión de la vida y, a la vez, como experiencia comunicativa, y la retórica, en tanto rígida codificación simbólica del mundo.
En una formulación que recuerda al Hans Blumenberg de La posibilidad de comprenderse (2002), Michelstaedter presenta la experiencia humana como una lucha del sujeto contra las lenguas y hablas cosificadas por la modernidad. La afirmación del ser, en su condición mortal, sería, a su juicio, una protesta contra la reificación del lenguaje operada por la sociedad moderna.
Pero el suicidio, en esta filosofía, a diferencia de las tradiciones estoicas y existencialistas, vendría siendo tanto un acto de voluntad como de representación. Al matarse, el sujeto afirma la posesión sobre su propia vida y, a la vez, persuade al otro de que la comprensión es posible, que la retórica, finalmente, puede ser vencida, aunque sea por medio del silenciamiento de sí. El suicidio de Michelstaedter, a diferencia, por ejemplo, del de Benjamin, no es una claudicación sino un triunfo sobre la retórica.En el último Babelia, Manuel Cruz lo reseña: “Nos encontraríamos entonces con un pensador tumultuoso, apasionado, brillante, que, muy en la perspectiva de la época (la referencia a Wittgenstein resulta en este punto poco menos que inevitable), embiste contra los cuarteados muros del edificio de un mundo irremediablemente arruinado, reivindicando la persuasión, entendida como la posesión presente de la propia vida, frente a la retórica, constituida por todos esos saberes, instituciones, códigos, cuya única función es ocultar al hombre su más profunda condición, la de ser mortal”.
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