Libros del crepúsculo
jueves, 17 de diciembre de 2009
¿Por qué ya no se lee a Unamuno?
Recordábamos, a propósito de la última novela de José Saramago, que la inversión del mito de Caín y Abel no es nueva: Miguel de Unamuno, por ejemplo, recurrió a ella en su novela Abel Sánchez (1917). Como otras novelas suyas, Amor y pedagogía, San Manuel Bueno, mártir o, incluso las más conocidas, La tía Tula y Niebla, aquella era una narración filosófica, esa vez, en torno al concepto psicológico y moral de la envidia. Con Unamuno sucede lo que con tantos otros novelistas filosóficos: sus ficciones son más débiles que sus ideas.
El género fuerte de Unamuno no fue la novela o la poesía –en su caso tan visual, próxima a la pintura, como en El Cristo de Velázquez (1920), o al viaje, como en Andanzas y visiones españolas (1922)- sino el ensayo. Tanto el ensayo de tema hispánico, como En torno al casticismo y Vida de Don Quijote y Sancho, como el ensayo más propiamente filosófico, Del sentimiento trágico de la vida (1913) o La agonía del cristianismo (1925), siguen siendo legibles, sobre todo, para los interesados en la historia intelectual española de las primeras décadas del siglo XX. Estos últimos, claro está, conforman un público demasiado reducido.
Poco a poco Unamuno ha ido asimilándose a su biografía, ejemplarmente escrita por los estudiosos franceses Colette y Jean Claude Rabaté (Madrid, Taurus, 2009). Cuando un escritor se vuelve su biografía significa que ha dejado de ser leído como grafía y comienza a ser leído como bios. Poco importa ya el sentido de sus ideas sobre la tragedia, la cristiandad o el casticismo: lo que interesa es por qué escribió lo que escribió en 1913, en 1920 o en 1925. Miguel de Unamuno, tal vez el escritor del 98 más leído en Hispanoamérica, se lee menos que Valle Inclán o que Machado porque el ensayo será siempre un género de mayor caducidad que la novela o la poesía.
La vida pública de Unamuno, reconstruida por los Rabaté, es fascinante. Ahí se ve al joven bilbaíno, patriota, que rompe con Sabino Arana cuando descubre que es tan vasco como español o al intelectual del 98 que, en vez de consumirse en el lamento por la pérdida de Cuba y Puerto Rico, como muchos de sus contemporáneos, abre sus ojos a la literatura y al pensamiento hispanoamericanos y lee a Darío, a Rodó, a Martí. Unamuno es también el prototipo del intelectual público como eterno opositor: al trono de Alfonso XIII, a la dictadura de Miguel Primo de Rivera e, incluso, a la República y a la sublevación nacionalista contra la misma, a las cuales respaldó brevemente.
Los últimos años de Unamuno, como intelectual público, estuvieron marcados por el clásico vaivén entre el descontento y la promesa, de que hablaba Pedro Henríquez Ureña. De regreso de su exilio y reintegrado a la Universidad de Salamanca, como rector “vitalicio”, Unamuno apoyó la República desde su diputación a las Cortes. Pero ya en 1932 pronuncia un discurso en el Ateneo de Madrid en el que, como José Ortega y Gasset, critica varias políticas republicanas y varios aspectos de la gestión presidencial de Manuel Azaña, especialmente, los relacionados con la censura, que llama “secuelas del sistema inquisitorial”.
En su último año de vida, 1936, decisivo para la historia de España, aquella oscilación entre fe y escepticismo se acentuó. Es entonces, como recuerdan los Rabaté, que Unamuno se afirma en su “abolengo liberal” para mediar entre los extremos en pugna. Llega a reconocer en la rebelión franquista un instinto de “defensa de la civilización cristiana” contra la amenaza comunista, pero sorpresivamente, el 12 de octubre de 1936, mientras preside la ceremonia por el día de la raza en Salamanca, se enfrenta verbalmente a los oradores franquistas, Francisco Maldonado y Millán Astray, sosteniendo que Cataluña y el País Vasco no son la “Anti-España”, definiendo el conflicto doméstico como una “guerra incivil” y catalogando al “bolchevismo y al fascismo como dos formas –cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental”.
Unamuno murió el último día del año 36, cuando, como todo intelectual público moderno, se movía hacia un cambio de posición frente a la guerra civil que desgarraba su país. Tal vez sea esa inmersión en su presente, ese constante reposicionamiento en la vida pública lo que lo hace un autor poco leído en la actualidad. La caducidad del ensayo, cuando se aparta de la filosofía, la literatura y la historia y se adentra en las querellas del momento, tiene, sin embargo, un valor inestimable para la biografía. Un género que, contrario a lo que vaticinaban positivistas y marxistas, gana cada vez más lectores en el mundo.
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En torno al casticismo, me parecio un ensayo ya vetusto y dificil de digerir. Lei la poesia de Unamuno hace ya tiempo. La encontre deliciosa; pero tal vez hoy me resulte un tanto arida o carente de un poder sugestivo. En cambio, Niebla es una novela de una vitalidad impresionante. Quizas incluso demasiado contemporanea, con esa inclusion del narrador (el propio Unamuno)como un personaje que decide el destino del protagonista. Creo que Niebla es todavia una novela bastante leida. Incluso en Estados Unidos, segun infiero del hecho de que puede encontrarse en numerosas librerias, traducida al ingles. Hay hasta una pelicula reciente -que no he podido ver- inspirada en Niebla .
ResponderEliminarHola, Ernesto, gracias por el comentario. No estoy seguro de que Niebla sea una novela muy leída hoy. Nada que ver, por ejemplo, con la lectura de cualquiera de las buenas novelas de Valle Inclán, por ejemplo. Con Niebla sucede como con las novelas de Sartre y es que se trata de narraciones articuladas en torno a la especulación filosófica sobre un concepto. En el caso de Niebla, el concepto de inmortalidad, que Unamuno presenta a través de la imposibilidad de la muerte de un personaje de ficción. La incorporación del autor como personaje en la trama puede resultar novedosa si se le piensa desde la tradición narrativa, pero no tanto desde la tradición del diálogo filosófico o desde la dramaturgia, que Unamuno conocía muy bien. Él mismo estaba consciente de que su libro no era clásicamente narrativo y lo llamó "nivola". En otros aspectos, como los diálogos, por ejemplo, la novela resulta muy anticuada porque reconstruye el estilo del teatro y de la prosa filosófica española del XIX. La misma reflexión sobre la inmortalidad y el suicidio aparece en "Del sentimiento trágico de la vida" con un estilo mucho más moderno.
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