El historiador mexicano Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, ha escrito una breve biografía de Alfonso Reyes, editada este año por la editorial Planeta. Garciadiego se ha dedicado, fundamentalmente, a la historia intelectual y política: es un gran conocedor de la Revolución Mexicana y ha investigado las pugnas intelectuales durante el Porfiriato y los orígenes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su mirada sobre la vida de Alfonso Reyes está más cerca, por tanto, de la biografía política que de la crítica literaria.
Garciadiego le da mucha importancia al origen de Reyes: hijo de Bernardo Reyes, militar liberal y porfirista, gobernador del estado de Nuevo León, Secretario de Guerra por un breve periodo, aspirante a la vicepresidencia con Díaz, rival de José Yves Limantour y el grupo de los “científicos”, candidato a las primeras elecciones presidenciales democráticas de México, en 1911, frente a la popular opción que encabezaba el líder revolucionario, Francisco I. Madero. El final de don Bernardo, derribado por la metralla mientras galopaba contra las tropas de Victoriano Huerta, frente a Palacio Nacional, marcó a Reyes para toda la vida.
El padre de Reyes no era un revolucionario, era un político del antiguo régimen, que se inmoló por la Revolución. El propio Reyes, como intelectual, sería algo parecido: un escritor clásico arrastrado por la vorágine de las vanguardias iberoamericanas. En sus exilios y sus misiones diplomáticas en Madrid y París, en Buenos Aires y Río de Janeiro, Reyes sería, de algún modo, el representante de ambos Méxicos: el porfirista y el revolucionario, el viejo y el nuevo. Cuando regresó definitivamente a su patria, en 1939, ya la Revolución comenzaba a ser asunto del pasado. La erudición y el refinamiento de Reyes tendrían entonces oportunidad de poner a prueba su vocación fundacional, con la creación de la Casa de España y El Colegio de México, y su inagotable voluntad de estilo en poesía y prosa.
Como el propio Reyes diría en la Oración del 9 de febrero, una prosa donde narraba la muerte de don Bernardo, su vida y su obra serían la constante interrogación sobre el sacrificio de su padre. Reyes no olvidaba que el general porfirista había sido quien primero le puso un libro de Rubén Darío en las manos e insistía en considerar a su padre “poeta” y “romántico”. “Poeta a caballo”, lo llamará alguna vez, equiparándolo, por cierto, con José Martí, que también murió inmolado frente al fuego enemigo:
“Tronaron otra vez los cañones. Y resucitado el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano verdadero dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día. Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto”.
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